RECUPERAR LA LIBERTAD DE IMAGINAR LA SOCIEDAD

Si te detienes un momento a pensar, notarás que heredamos estructuras (políticas, económicas y comunitarias) que damos por sentadas, cuando en realidad la sociedad es el resultado vivo de millones de decisiones cotidianas. Se expresa en cómo se reparte el tiempo en una escuela, en la forma en que saludas a tu vecino o en quién puede hablar y quién no en una reunión. Tú y yo también la sostenemos, o la transformamos, cada día.
Las historias dominantes nos han hecho creer que la desigualdad fue el precio del progreso: que cuando el ser humano sembró la primera semilla también sembró la jerarquía, que la civilización solo pudo nacer si alguien mandaba y otro obedecía. Pero ¿y si esa historia no fuera cierta?
David Graeber y David Wengrow, en El amanecer de todo (2021), muestran que nuestros antepasados no vivieron en un paraíso igualitario, pero tampoco estuvieron condenados a la tiranía. Fueron experimentadores sociales: cambiaban de forma de organización, desarmaban jerarquías, decidían cuándo obedecer y cuándo no. En ese camino que supuestamente llevaba de forma inevitable al Estado, lo que hubo fue libertad. Una libertad triple: moverse, desobedecer y reinventar la sociedad.
La desigualdad apareció cuando esas libertades comenzaron a perderse: cuando ya no podías irte, ni decir “no”, ni imaginar otra forma de vivir. En ese momento -como diría Foucault- la biopolítica empezó a operar: el poder dejó de castigar desde fuera y comenzó a educarnos desde dentro, infiltrándose en los cuerpos, las costumbres y la vida cotidiana.
En ese escenario, pensadores como Aníbal Quijano y Enrique Dussel ayudan a iluminar la profundidad de la herida colonial. Quijano habló de la colonialidad del poder, una estructura que clasificó a las personas y naturalizó la obediencia. Dussel, por su parte, denunció el mito de la modernidad: la idea de que Europa avanzó y los demás pueblos quedaron atrás. Ambos nos recuerdan que la desigualdad no es natural ni inevitable, sino el producto de una larga historia de dominación cultural y política.
Comprender estos procesos implica sentirlos en lo cotidiano. Piensa en una norma o institución que des por sentada “la jornada laboral, el sistema educativo, la forma de tomar decisiones en tu barrio” y pregúntate: ¿quién gana y quién pierde con que funcione todo así? ¿A quién beneficia que sigamos llamándolo “normal”?
Mientras creemos que las estructuras son naturales, seguimos sosteniéndolas. Pero cuando las miramos críticamente, recuperamos lo que Graeber y Wengrow describen como la verdadera condición humana: la capacidad de elegir cómo vivir juntos.
La pregunta clave no es cuándo comenzó la desigualdad, sino cuándo dejamos de imaginar alternativas. Quizá el verdadero amanecer no fue el de la civilización, sino el de la conciencia. Y cada vez que te atreves a cuestionar lo que parece inevitable, tú también estás amaneciendo.
Por eso, elabora tu propio gesto de desobediencia consciente. No hace falta una gran revolución. Basta con atreverte a pensar distinto, a decidir distinto y a imaginar distinto con otros. Porque un futuro social consciente no se decreta: se construye cada día, en la manera en que elegimos tratarnos unos a otros.
