Los nacimientos de antaño
En muchas casas y parroquias del país, especialmente cuando se acerca la Navidad, vuelve a surgir una tradición que parece resistirse al paso del tiempo: la confección de nacimientos de estilo antiguo. Lejos de las figuras modernas y los escenarios prefabricados, estos belenes se levantan con paciencia, creatividad y una profunda carga simbólica, usando graderías escalonadas y animales de caucho o celulosa que han acompañado a generaciones enteras.
Las graderías, hechas generalmente de madera, cartón prensado o incluso antiguas cajas reutilizadas, cumplen una función clave. No solo permiten dar profundidad y relieve al nacimiento, sino que recrean la idea de un pueblo que asciende y desciende, como si cada nivel narrara un momento distinto del relato bíblico. En la parte más alta suelen colocarse los cerros, los pastores y los rebaños; en el centro, el portal; y en los niveles inferiores, los caminos, los ríos y las escenas cotidianas del pueblo.


Un elemento que distingue a estos nacimientos tradicionales es el uso de animales de caucho. Ovejas, vacas, burros y camellos, de colores suaves y formas sencillas, no buscan el realismo extremo, sino transmitir cercanía y calidez. Muchas de estas piezas fueron adquiridas hace décadas en ferias navideñas o heredadas de abuelos y padres, lo que las convierte en verdaderos objetos de memoria familiar. Algunas conservan marcas del tiempo: pintura desgastada, pequeñas grietas o reparaciones caseras que, lejos de restarles valor, las hacen únicas.
El proceso de armado del nacimiento antiguo es casi un ritual. Se cubren las graderías con papel de colores terrosos, aserrín teñido o musgo natural; se trazan caminos con arena fina y se colocan pequeñas piedras para simular ríos y montañas. Cada figura se acomoda con cuidado, respetando una lógica aprendida más por tradición oral que por reglas escritas. En muchas familias, esta tarea reúne a varias generaciones alrededor de la mesa o el suelo de la sala, convirtiéndose en un espacio de conversación y transmisión de recuerdos.
Hoy, cuando lo inmediato y lo digital parecen dominarlo todo, estos nacimientos de estilo antiguo representan una forma de resistencia cultural. Son una invitación a detenerse, a trabajar con las manos y a reconectar con una Navidad más sencilla, donde el valor no está en lo nuevo, sino en lo que permanece. Las graderías, los animales de caucho o celulosa y las figuras gastadas por los años siguen contando una historia que va más allá del nacimiento de Jesús: la historia de una tradición que se niega a desaparecer.
En las familias de antes —y quizá aún en muchas de hoy— siempre había un “experto”, un guardián de la memoria doméstica, una suerte de sabio espontáneo o sabelotodo entrañable que conocía el origen y la historia de cada objeto antiguo que sobrevivía al paso del tiempo. Era esa persona quien custodiaba las antigüedades familiares, no solo como cosas materiales, sino como depositarias de relatos, anécdotas y voces heredadas. A través de su palabra se conservaba el recuerdo de aquello que había escuchado de los abuelos, de los bisabuelos incluso, y que, repetido una y otra vez, terminaba volviéndose parte del patrimonio invisible de la casa.


No se dejaba mueble sin revisar, no se daba cajón por perdido, hasta que apareciera la estatua extraviada: el pastor faltante, el animal que se echaba de menos en el Nacimiento. Aquello se convertía en una verdadera cuestión de principios. “¡Se hacía cuestión de estas!”, podría decirse sin exagerar. “¿Quién se lo ha robado?”, “¡Yo mismo lo guardé!”, “¡Tiene que aparecer!”, “¡No tiene por qué haberse perdido!”. La búsqueda no era solo por completar una escena, sino por restituir un orden afectivo y simbólico que no admitía vacíos. Cada figura tenía su lugar, su historia y su razón de estar ahí.
En el fondo, aquellas figuras, búsquedas y discusiones no hablaban solo del Nacimiento, sino de una manera de entender la tradición: no como algo rígido e inamovible, sino como un espacio donde la memoria, la imaginación, la fe y el afecto convivían —como aquellos animales improbables— en una armonía que solo el tiempo y el amor familiar podían explicar.


