El caso Ana Estrada
Por: Juan C. Valdivia Cano – El Montonero
Ana Estrada tomó la decisión de enfrentarse al Estado que no le permite morir libremente (a pesar de tener una enfermedad incurable, progresiva y degenerativa que la ciencia llama polimiositis) a través de un recurso de amparo ante el Poder Judicial, con el apoyo de la Defensoría del Pueblo y de su abogada Josefina Miro Quesada. Este Estado quiere decidir incluso cómo deben morir los ciudadanos. Y no hay derecho.
Los peruanos que creemos en la libertad como uno de los derechos fundamentales, estamos con Ana estrada. Por razones de solidaridad y empatía en primer lugar y también porque es fácil inferir que si lo hacen con ella hoy día, a pesar de sus durísimas condiciones específicas, también se atreverán a hacerlo con nosotros mañana. Y no hay derecho.
La eutanasia, como no todos los peruanos saben, es el derecho a morir con dignidad cuando un ser humano lo crea conveniente y en la forma que lo crea conveniente, especialmente cuando hay razones tan estrepitosamente atendibles como en este caso. Como asunto jurídico es en realidad relativamente sencillo y la discusión también debería serlo, si la Iglesia y el Estado no metieran la nariz y no pretendieran hacer valer sus remedos de “argumentos” y sus “razones” en contra de la eutanasia y otros derechos, haciéndolas pasar por jurídicas, enmarañándolo y confundiéndolo todo. Y gracias a esa confusión nadie se informa en el Perú como debiera. Y a río revuelto, ganancia de pescadores.
Decía que el problema jurídico de la eutanasia es sencillo porque, aunque hay varios principios más que fundan este derecho, basta con el principio de dignidad, es decir, con el artículo uno de nuestra Constitución que la consagra, para aclarar completamente esta discusión: el derecho a decidir el propio destino. Porque la Constitución reconoce que la dignidad de la persona humana es el fin supremo de la sociedad y del Estado, desde la Oratio pro homini dignitate, (la Oración por la dignidad del hombre) de Pico de la Mirándola ya en el Renacimiento, pasando por Enmanuel Kant, cuya idea de dignidad se ha consagrado en las constituciones modernas.
Y si en el destino de cada uno está la muerte ¿por qué razón jurídica no tendríamos el derecho de decidir nuestra propia muerte, si es inseparable de nuestro derecho a una vida digna, que no es un simple derecho a la vida en sentido meramente biológico? ¿Cómo se podría legitimar, cómo se podría justificar jurídicamente, es decir, sin recurrir a ideas o creencias no jurídicas, la prohibición de la eutanasia o incluso del suicidio? Y habría que recordárselo a los interesados que entienden esto como un llamado a la autoeliminación individual o masiva, o como una promoción del seppuku (harakiri) de la noble tradición japonesa y no como lo que es, una reivindicación de la libertad y de la dignidad.
Pero la dignidad implica también que podamos elegir otra muerte distinta a la eutanasia, por ejemplo que podamos morir de ancianos, o “por naturaleza” como se dice, lo cual no dejaría de ser una decisión también. Un acto digno y libre. Dignidad viene de digno y digno significa merecedor. ¿Y de qué cosa es merecedor el ser humano? Respuesta: de construir su vida y de decidir su muerte inseparables ellas dos, porque es libre y consciente y porque, además. no le queda otra alternativa, ya que vive decidiendo cada día y cada minuto. En ese destino inevitable e irremediable está la muerte. Y hemos dicho líneas antes que dignidad es el derecho a decidir el propio destino.
La dignidad es, entonces, un merecimiento, no una gracia concedida. Y la dignidad no solo es un derecho humano más, sino su primer fundamento, el fundamento de los fundamentos por así decirlo. Por eso, y no por casualidad, está en el artículo uno de la Constitución peruana y de muchas otras constituciones más.
Por eso, y porque se me ha pedido una opinión personal, que agradezco, quiero parafrasear al poeta Alberto Hidalgo –characato genial– para decir que no puedo ni quiero ser digno o libre con permiso de la policía. Y menos aún con el de este Estado peruano que se dice republicano –es decir, laico– de la boca, o más bien de la letra, para afuera, pero que es confesional en la práctica, en la realidad peruana realmente existente. Ese principio republicano se viola expresamente con el artículo 50 de la Constitución que otorga significativos privilegios y gollerías a la Iglesia católica violando el principio republicano de laicidad y de igualdad ante la ley. Una paradoja peruana más: República confesional.
Abominamos de todos los Estados que castigan la eutanasia con la prisión. Aquello que para Ramón Sanpedro –que sabía de lo que hablaba como ningún ser humano, porque estuvo 27 años de su tetrapléjica vida solicitando permiso para que sus amigos lo ayuden a morir y no se lo concedieron– era, con toda razón, “una tiranía indigna”. Por eso, como lo recordaba Manuel Atienza en el diario El País, Ramón tuvo que desembarazarse primero de dos instituciones que querían ejercer poder sobre su propia vida: la Iglesia y el Estado, “con quienes no quiero colaborar”, decía él en sus “Cartas desde el infierno”. Y en ellas agregaba muy significativamente: “No hay crisis de valores o de religiones, las religiones son la crisis” (id.)
Y la razón esencial para solicitar ese permiso era para Ramón Sanpedro un asunto de dignidad justamente, como ocurre ni más ni menos en el caso de Ana Estrada. No podía ser digno y tetrapléjico a la vez. “Mi vida –decía Ramón– ronda en torno a conseguir la libertad. En ser dueño de mi mismo” Eso es justamente la dignidad: autonomía sobre el alma y el cuerpo de cada uno, sobre su vida y sobre su muerte inescindibles. Y el primero que la acuñó fue, como dije antes, Pico della Mirándola en su oración renacentista , como lo recuerda Fernando Savater : “La dignidad del hombre para él no proviene de lo que tiene que ser, ni de lo que debe ser, ni siquiera de lo que puede ser sino de la libre voluntad que se propone lo que quiere ser”
“Nótese que la sociedad no es un ente con realidad substancial, con existencia independiente de los individuos que la componen (decía hace ochenta años el lúcido y sapiente Luis Recassens Siches). Las únicas realidades humanas sustanciales son los seres humanos vivos, individuales, que integran la sociedad. El ser del individuo consiste en un ser para sí mismo, y en un ser autónomo y libre. Por eso la colectividad debe respetar al individuo en el modo de ser peculiar de éste, en los valores propios que le están destinados, y debe reconocer su autonomía. El individuo no es pura y simplemente parte del todo social, aunque sea desde luego miembro de la sociedad, el individuo es al mismo tiempo superior a la sociedad porque el individuo tiene conciencia en el doble sentido de la palabra –darse cuenta de y sentido de la responsabilidad- consciencia de la que carece la sociedad. El individuo es superior a la sociedad porque el individuo es persona en el plenario y auténtico sentido de esta idea, lo que la sociedad no es ni jamás podrá ser”
Y que los sacerdotes y muchos peruanos separen en abstracto, tan fácil y ligeramente, la vida de la muerte, para “aprobar” una y condenar vilmente la otra, no significa que puedan separarse así como así estas dos realidades, porque en verdad son una sola cosa, un único proceso. La palabra “agonía”, que el sentido común solo asocia exclusivamente a la muerte, puede ilustrarnos al respecto. Para ello vamos a recurrir a José Carlos Mariátegui, que fue el primero en el mundo hispano americano que comentó el bello y profundo libro de don Miguel de Unamuno, La agonía del Cristianismo, el mismo año de 1926 en que apareció en francés en París, donde su autor se encontraba exilado por la dictadura española de Primo de Rivera, y José Carlos “becado” por el gobierno de Leguía.
Escuchemos al profundo Amauta moqueguana: “Agonía quiere decir lucha. Agoniza aquel que vive luchando; luchando contra la vida misma. Y contra la muerte (…) Unamuno no se sentirá nunca acabar en ninguna decadencia. Para él la vida es muerte y la muerte es vida. Su alma está llena al mismo tiempo de esperanza y de desesperanza, es un alma que, como la de Santa Teresa, ’muere de no morir’. Es el propio Unamuno quien evoca a la agonista de Ávila. La frase, no: la agonía. ¡Morir de no morir! ¿No es esta también la angustia de nuestra época, de nuestra civilización?”
¿Cómo separan una de otra, la vida de la muerte, quienes vociferan en pro de la vida y a la vez están de acuerdo con la prohibición de la muerte voluntaria? ¿Vivir es una obligación jurídica? ¿No es la muerte “penetración profunda de las cosas”, como decía Rainer María Rilke? Ese delicado genio de la poesía alemana a quien citaba también José Carlos: “El hombre nace con su muerte, decía Rilke. Su muerte está con él. Es la conjunción y quizá sí la esencia misma de la vida. El destino del hombre se cumple si muere de su muerte”.
Me parece que, independientemente de que Ana Estrada tenga éxito judicial o no, y seguramente que lo tendrá aunque tengamos que irnos todos sus fans a Costa Rica, la lucha que ha emprendido junto a Ramón Sanpedro, David Goodall y Marieke Vervoort, entre otros, se recordará siempre como un hito fundamental en la historia de los derechos humanos en el mundo, que ella está contribuyendo con toda su fuerza a construirla. Ella ya cumple así con creces su propio y digno destino.