¿Resignados a permanecer como país del tercer mundo?
Por: César Peñaranda – El Montonero
Hace pocos días el saliente ministro de Economía y Finanzas, en una conferencia de prensa, presentó estimados a la baja de la evolución de la economía para el periodo 2022-2024, proyectando que el PIB crecería en el entorno del 3% anual en promedio; un estimado por encima de lo que prevén la mayoría de los analistas y organismos privados nacionales e internacionales, que están más alrededor del 2%. Igualmente tuvo que aceptar que en las circunstancias actuales la inversión privada para el 2022 se movería entre 0% y 2%, lejos incluso de lo que otros analistas estiman, pues llegan incluso a cifras negativas de dos dígitos. No se hizo alusión alguna a reformas de segunda generación y la palabra productividad no apareció ni por asomo, con lo que es evidente que el mediano-largo plazo no está para nada en agenda. A riesgo de pecar de repetitivo, tengo que reafirmar que, a tasas de crecimiento como las mencionadas, se agudizarán los problemas de desempleo, informalidad y pobreza.
El cambio de gabinete, con todo lo que se está conociendo de sus integrantes, no vislumbra mejora alguna. Incluso al momento de escribir este artículo no se sabe aún quién será el nuevo primer ministro ni qué otros ministros serían removidos ante las severas críticas que ha merecido el gabinete Valer, con lo que se profundiza la inestabilidad política. Concretamente en el terreno económico se atisba que la situación puede empeorar, ello al margen del perfil del nuevo ministro del sector Economía y Finanzas, pues en el contexto actual no es una persona la que hace la diferencia, se requiere un equipo cohesionado y convencido que la economía social de mercado es la ruta a continuar. Más aún cuando el propio presidente y los líderes del partido de Gobierno insisten en la búsqueda de la Asamblea Constituyente, aspecto central de la profunda incertidumbre que vive el país y que aleja además a los potenciales inversionistas nacionales e internacionales. El escenario actual es de mucha inestabilidad política, y ello afecta de manera significativa la marcha de la economía.
Luego de la década de los noventa, caracterizada por el ajuste y el respeto a los fundamentos macroeconómicos, a lo que se sumó las reformas estructurales por todos conocidas, se estabilizó la economía y se abrió el camino para un crecimiento alto y sostenido; lo que sumado a un entorno internacional positivo permitió un crecimiento promedio anual de 6% en la primera década del presente siglo, no obstante que no se continuó con las reformas de segunda generación e incluso se retrocedió en algunos aspectos. La significativa reducción de la pobreza, el alto crecimiento de la clase media y la mejora progresiva aunque lenta de la distribución de ingresos (medida por el coeficiente Gini), entre otros indicadores socioeconómicos, permitían augurar que más temprano que tarde se podría aspirar a alcanzar el estatus de un país del primer mundo. Ello en la medida en que se consolidaran la estabilidad macroeconómica y las instituciones, por ser los cimientos del crecimiento, a la par con la dinamización de la inversión y el incremento de la productividad, como motores centrales del crecimiento.
Más que el escenario actual, de por sí malo, lo que preocupa son las pésimas perspectivas del país, pues en vez de avanzar en la dirección del desarrollo, con base en lo señalado en el párrafo anterior, estamos retrocediendo peligrosamente. Y cuesta decirlo, estamos afirmándonos como un país del tercer mundo sin visos de mejora, a un costo social alto en términos de pobreza y, peor aún, con mayor inequidad en la distribución de oportunidades. De ser el país líder en crecimiento económico en la región, y por ende acercándonos en términos del PIB per cápita a nuestros vecinos y socios de la Alianza del Pacífico (como Chile y Colombia), estamos alejándonos y confundiéndonos, por el contrario, con los países más rezagado, como son Bolivia y Venezuela. Todo apunta a que tendremos un quinquenio perdido, si no una década, escenario que nos resistimos a aceptar, pues el país –aún en las circunstancias actuales– puede, si se lo propone y hace lo que corresponde, crecer este año en el entorno del 6% y sostenerlo hacia adelante.
No es el objetivo de este artículo señalar la ruta política para salir de esta situación, pero sí para afirmar que no se puede continuar con el deterioro económico que enfrentamos y que tiene un altísimo costo social, menos resignarnos a ser y permanecer como país del tercer mundo, cuando sabemos que es alto el potencial de crecimiento que puede alcanzar y sostener el país. El marco político tiene que permitir perseverar en mantener la política monetaria, cambiaria y fiscal aplicada durante los últimos 30 años –aunque con ciertos problemas en el tema fiscal al final del periodo– que en lo sustantivo significa respetar los fundamentos macroeconómicos, a la par con lo más crítico que es consolidar las instituciones; vale decir la estabilidad jurídica, el imperio de la ley, el respeto a la propiedad privada y el derecho a la información transparente y universal. Esto garantiza la solidez de los cimientos sobre los cuales pueden sustentarse los motores del crecimiento, como son la inversión pública y privada, en particular esta última. Y lo que es más importante, y que en definitiva sostiene el crecimiento en el mediano-largo plazo, es incrementar de manera permanente la productividad, lo cual se logra –además de la contribución que conlleva la propia inversión– vía las reformas de segunda generación; es decir, la del Estado, la salud, la educación, la ciencia y la tecnología, por mencionar las más relevantes. Además de la reforma laboral, de pensiones y tributaria que siguen pendientes.
Queda mucho por hacer, es cierto, pero tenemos claro que si no se alcanza el escenario o marco político que elimine o atenúe de manera significativa la incertidumbre y desconfianza existente todo lo demás serán buenos deseos.