¿Por qué no debe decretarse el estado de sitio?
Por: Miguelo A. Rodríguez Mackay. – El Montonero
Políticos, y en general los líderes de opinión, vienen solicitando y hasta exigiendo al Gobierno de la presidenta Dina Boluarte, decretar el estado de sitio. Y aunque comprendo que lo piden de buena fe, en la mayoría de los casos, por la agudización de la crisis político-social en el país que muestra niveles de proclividad a la anarquización, por los actos de vandalismo derivados de las protestas en diversos puntos del país, es mi deber decir enfáticamente que dicho pedido es un grave error que nos podría costar muy caro. Y que podría ir en completo detrimento del propio Estado peruano y la seguridad nacional, que debemos priorizar por sobre todas las cosas. Lo voy a explicar.
La Constitución Política del Perú establece en su Capítulo VII el denominado Régimen de Excepción. Es decir, un régimen no común, no ordinario o no regular, en la denominada gobernanza intra estatal ante el surgimiento de situaciones atípicas en el modus vivendi por el que se ve alterada la convivencia social de la referida normalidad y de la convencionalidad. En efecto, el artículo 137° de la Carta Magna de 1993 refiere de manera expresa dos estados de excepción: estado de emergencia y estado de sitio que pueden decidirse en nuestro país, considerando la existencia de ciertos presupuestos en la condición de requisitos.
En esta ocasión profundizaré brevemente mis reflexiones en exclusividad sobre el estado de sitio que puede convenir el presidente de la República en acuerdo del Consejo de Ministros, y que ha sido establecido en el numeral 2 del anotado artículo 137° que reproduzco íntegramente: “2. Estado de sitio, en caso de invasión, guerra exterior, guerra civil, o peligro inminente de que se produzcan, con mención de los derechos fundamentales cuyo ejercicio no se restringe o suspende. El plazo correspondiente no excede de cuarenta y cinco días. Al decretarse el estado de sitio, el Congreso se reúne de pleno derecho. La prórroga requiere aprobación del Congreso”.
La redacción del referido numeral 2 es extraordinariamente clara. En primer lugar, se formula una referencia expresa e indubitable a que la condición fundamental para decretar el Estado de sitio es que deba haberse producido una invasión. El concepto de invasión en la doctrina supone la irrupción en el territorio nacional de fuerzas extranjeras o exógenas al país y que cruzan violentando o en acto marginal las fronteras, es decir, pisoteando el principio de inviolabilidad de las fronteras nacionales que fuera consagrada su defensa irrestricta desde los tiempos de la histórica Paz de Westfalia de 1648 que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en Europa. Nótese que los invasores no pueden ser un grupo cualquiera. La doctrina asume que un acto invasivo siempre es de carácter violento lo que supone en los que trasponen las fronteras hacerlo con un objetivo muy bien delimitado, casi siempre en la idea de producir un detrimento o afectación material relevante en el territorio o las personas del Estado invadido, quizás con la idea de lograr la conquista y el dominio en el territorio invadido como suele pasar, por ejemplo, con las guerras.
Sin ir muy lejos, la invasión de los ejércitos rusos en territorio de Ucrania –el próximo 24 de febrero cumplirá un año– es lo más fresco que tenemos a la mano. Pero no se crea que deban ser fuerzas militares o convencionales, necesariamente. No. Los grupos terroristas internacionales que ingresan en diversos países tirándose abajo hitos u otras señales de delimitación o de demarcación -fue el caso de Al Qaeda o el Estado Islámico, por ejemplo, en sus movilizaciones violentas por la región del Asia Menor-, también configuran actos invasivos. Esta es una diferencia sustancial con las olas migratorias -sirios, venezolanos, haitianos, centroamericanos, etc.,- que cruzan las fronteras estatales con propósitos de salvaguarda de la vida humana, en muchos casos huyendo del peligro inminente de perderla como consecuencia de los conflictos.
Conviene, entonces, preguntarnos si acaso en el Perú se ha configurado el presupuesto de la invasión como para considerar por el gobierno el establecimiento del Estado de sitio. Nadie seriamente podría creerlo por más que Evo Morales y su pandilla de secuaces y aventureros del Movimiento al Socialismo – MAS, ingresaron en su oportunidad en el sur del Perú buscando sorprender a nuestros compatriotas con la febril idea del rompecabezas geopolítico denominado RUNASUR.
El segundo presupuesto indispensable sin que deba estar atado al primero y que podría promover la declaratoria del Estado de sitio es la existencia de una guerra exterior que en la doctrina clásica del derecho de la guerra -hoy derecho de los conflictos armados internacionales y no internacionales-, está referida a una conflagración bélica entre dos o más Estados, es decir, entre dos o más sujetos del derecho internacional. Esta es otra realidad que no podemos evadir al momento de evaluar la calificación de un Estado de sitio.
La última vez que lamentablemente tuvimos que afrontar una guerra externa fue con Ecuador en 1995 –Guerra del Cenepa–, y que luego de la firma del Acta de Brasilia el 26 de octubre de 1998 fue completamente superada hasta convertirse hoy en solo un penoso episodio del pasado. En realidad, la condición de una guerra exterior es lo más claro con se pueda contar a la vista en la redacción constitucional para descartar de plano el Estado de sitio.
El tercer y último presupuesto es la existencia de una guerra civil o la inminencia de que se produzca. Conviene precisar que la configuración de una guerra civil supone para el derecho internacional sin discusión la existencia, en consecuencia, de dos partes en combate dentro del territorio de un Estado donde una de ellas es indispensable que sea el propio Estado. La evidencia de dos partes en combate significa que se ha producido ipso iure, es decir, automáticamente de derecho, una inevitable circunstancia armada que califica como estado de beligerancia lo que, nos guste o no, desde el derecho internacional y en modo específico, desde el derecho internacional humanitario, la atribución de derechos y deberes a los combatientes o armados.
¿Será, entonces, que esa calificación corresponderá a quienes toman y destrozan aeropuertos, bloquean carreteras, vuelan torres de alta tensión, incendian edificios y otros establecimientos públicos y a la propiedad privada en nuestro país?. ¿Vamos a darles la connotación de beligerantes a quienes actualmente aprovechándose de las protestas ciudadanas llevan adelante actos vandálicos y actos terroristas en diversos puntos del Perú?.
Desde mi cátedra no me cansaré de decir que en el Perú nunca hemos tenido un escenario de guerra civil -es un error creer que lo fueran la anarquía militar en los tiempos de Manuel Ignacio de Vivanco (1841–1845) en los que ningún gobierno logró consolidarse y a la que luego Ramón Castilla y Marquesado puso orden en Lima y el país, las revueltas de los hermanos Gutiérrez, que asesinaron al presidente José Balta (1872), o los tiempos del funesto “año de la barbarie” (1932) en que los apristas eran perseguidos en forma inmisericorde por un Estado represivo como fue luego el que presidió Oscar R. Benavides-, conforme las calificaciones del derecho internacional y mucho menos, entonces, de estados de beligerancia ni sujetos beligerantes.
Si por un atisbo de error del tamaño del Himalaya, de obsecuencia o desesperación, se hiciera exactamente en modo contrario a la explicación jurídica que aquí desarrollo antes mis lectores de El Montonero, habremos sido vencidos en el campo de batalla de la juridicidad internacional sobre la guerra porque habremos aceptado lo que nunca, es decir, que en el Perú existe un conflicto armado y que las manifestaciones de protestas sociales por la denominada “toma de Lima” no será otra cosa que un acto beligerante con lucha armada en fase activa, es decir, un descalabro completo para el propio destino de la seguridad nacional.
Sería también la ocasión para que los terroristas de los años ochenta y parte de los noventa entonces tengan una montaña de razones para proclamar a los cuatro vientos de que en el Perú vivimos un conflicto armado, algo realmente inimaginable que podría constituir una completa ofensa para las decenas de miles de victimas del terrorismo en nuestro país.
Finalmente, no olvidemos de que, a diferencia de la suspensión de derechos fundamentales establecida en el Estado de emergencia, durante el Estado de sitio dicho ejercido “no se restringe o suspende” como está establecido en la Constitución y que así sea evidentemente sería como anillo en el dedo para los terroristas que se moverían a sus anchas en sus objetivos siniestros camuflándose entre los ciudadanos que han venido hasta Lima de diversas partes del país en muchos casos engañados, desencantados e iracundas víctimas de la fractura social nacional que nuestra clase política en 200 años de vida republicana no se ha preocupado por corregir o sanear.
Como he referido al inicio de este artículo, sin que efectúe un desarrollo del Estado de emergencia, está claro de que ese es el único marco correcto que corresponde al momento actual en el país pues como bien dice el numeral 1 del tan mentado artículo 137° de la Constitución, se decreta el Estado de emergencia “en caso de perturbación de la paz o del orden interno, de catástrofe o de graves circunstancias que afecten la vida de la Nación”. Nada más que para que sea realmente un correcto Estado de emergencia, las Fuerzas Armadas del Perú hace rato han debido asumir el control del orden interno del país y no como hasta ahora, al revés, solamente apoyando a la Policía Nacional del Perú, ya rebasada en sus capacidades, por tanto, hallándose en una posición desventajosamente sorprendente por la grave crisis que vive el país que urge superar, y más aún, sin ningún empoderamiento que los militares se merecen, agudizando nuestra complejidad nacional, que por estos tiempos los radicalismos buscan que sean vistos como los malos de la película.
Los abusos y las arbitrariedades del poder coactivo y coercitivo contra los derechos humanos, que por cierto son de todos y para todos (erga omnes), deben ser investigados, y en cuerda paralela, el mantenimiento del orden social es un imperativo categórico innegociable.