CUARESMA
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
Con el Miércoles de Ceniza, la semana pasada hemos comenzado la Cuaresma, itinerario que nos conduce hasta la Pascua en la que celebramos la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. La Cuaresma, que dura cuarenta días, nos hace presente los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto desde que Dios lo libró de la esclavitud de Egipto y lo introdujo en la tierra prometida. En esos cuarenta años Israel fue encontrándose con su debilidad y su infidelidad al Señor, pero también fue conociendo el amor y la misericordia de Dios, así como su providencia. La Cuaresma también nos recuerda cuando, antes de comenzar su vida pública, Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto y pasó cuarenta días en ayuno y oración, al final de los cuales el demonio le presentó tres tentaciones, que son tipo de las tentaciones con las que constantemente engaña a los hombres, y Él las venció apoyado en la fidelidad de su Padre.
El tiempo de Cuaresma es un tiempo de conversión. San Agustín decía que los cristianos necesitamos convertirnos todos los días de las criaturas al Creador, porque ciertamente el corazón del hombre tiende a irse detrás de las criaturas de este mundo y a olvidarse del sumo bien que es Dios. En Cuaresma, entonces, Dios nos invita a revisar el modo en que pensamos y vivimos y a cambiar de rumbo en aquello que sea necesario para ajustar nuestra vida al Evangelio. Como hace unos años dijo el Papa Benedicto XVI, Jesús nos llama a conversión porque desea nuestra felicidad y nuestra salvación, “porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte del alma” (Homilía, 7.III.2010). Desde esa perspectiva, la Cuaresma es un tiempo que brota de la misericordia de Dios que no se complace en la muerte del pecador sino en que se convierta y viva (Ezequiel 33,11), es decir en que nos abramos a su amor, combatamos contra todo aquello que nos aleja de Él y le respondamos con nuestro propio amor filial. En este sentido, el itinerario cuaresmal nos ayuda a volver a Dios, conscientes de que alejarnos de Él es la raíz de todos los males y nos hace perder el gozo y la alegría que se experimentan cuando se vive en comunión con Dios y con los hermanos.
Por eso, en la liturgia del Miércoles de Ceniza, con la que emprendemos el camino cuaresmal, al imponernos la ceniza el sacerdote nos dice «conviértete y cree en el Evangelio»; porque la conversión parte precisamente de creer en el amor de Dios, creer en el Evangelio que nos transmite la buena noticia de que Dios nos ama tanto que ha enviado a su único Hijo al mundo para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna (Juan 3,16). Aprovechemos, pues, estas semanas de Cuaresma para abrirnos al amor de Dios y poner nuestra vida en sus manos de Padre. Así podremos experimentar su divina providencia y su infinita misericordia. Dios nos espera con los brazos abiertos de par en par para introducirnos en su Reino. Si nos preparamos de este modo, podremos experimentar que en la Pascua Cristo vendrá nuevamente con poder y con gloria para vencer en nosotros el pecado y la muerte y hacernos partícipes de su vida inmortal.