APRENDER A DISCULPARSE
Por: Orlando Mazeyra Guillén

A Muchos nos resulta difícil mirar al pasado y hacer las pases con él. Un relato sobre traumas y heridas insondables de la época escolar

Ha transcurrido un cuarto de siglo. Y cada año que pasa te das cuenta de que los vínculos, en vez de estrecharse, se van rompiendo de forma definitiva. Los mismos rituales trasnochados, la misma homofobia recalcitrante y, sobre todo, la misma mirada conservadora —con chistecitos insoportables y exabruptos circenses— sobre la realidad imperante: esos niños ochenteros ahora son hombres que, en muchos casos, arrastran (acrecentadas hasta el cielo) las mismas taras que deberían haberse esfumado.

Adolfo te informa, con mucha molestia, que le parece insulso gastar dinero en camisetas, corbatas, pines y cenas de gala por las Bodas de Plata. “La gente quiere celebrar por los veinticinco años de salir del colegio. ¿Acaso eso está mal?”, preguntas algo incómodo.

—Sabes a lo que me refiero —responde él—. No te hagas el gil.

—La verdad es que no sé —le aclaras—. Yo también me compré la corbata de recuerdo y la camiseta de fútbol.

—La camiseta la compraste porque eres pelotero nomás… pero ¿acaso eres parte de su manchita?

—Hay muchas manchitas —le recuerdas—. Eso pasa en todos lados, en cualquier otro colegio ocurre lo mismo.

—Me refiero a la manchita que decide las cosas.

—Ah, no, no soy de esa mancha. Pero dime, ¿qué cosas no te gustaron pues?

—Primero lo de la corbatita verde y el terno negro, resulta que nos obligan a volver al colegio con las mismas reglas que nosotros odiábamos cuando éramos escolares: ponerse uniforme, ¡qué cojudez!

—Ya entiendo, Adolfo: no te gustó ponerte terno…

—No —retruca—. No me gusta que nosotros mismos nos impongamos un uniforme para volver al cole. Debería ser al revés: celebrar la diversidad, es decir que cada quien se aparezca como le dé la gana. Eso hubiera sido inolvidable.

—Claro, ya no estamos en secundaria. Hemos cambiado.

—No todos, cholo.

—¿Qué es lo que más te jode, Adolfo?

—Mira, si hubiéramos cambiado lo primero que haríamos es pedir disculpas: ¡de corazón!

—¿A ti?

—No, para nada. Sus bromas racistas y su desprecio, sus burlas cuando repetí de año y hasta me cambiaron el apellido son cosas que ya superé. Yo ya di vuelta de página y me siento tranquilazo.

—Entonces, ¿qué pasa?

—¿Lo viste al Carrizales?

—No, hace tiempo que no lo veo.

—Mejor. Porque lo ves y te dan ganas de llorar.

—¿Tanto así, Adolfo?

—La última vez que me lo encontré me pidió dos luquitas para un cigarrito, está en un estado de total abandono. Y todavía mal de la cabeza.

—Exacto: es como una esquizofrenia o algo similar. Aunque el bullying que sufrió en el cole no tiene nada que ver con eso: en su familia todos son «tocadiscos». Al parecer es una vaina genética.

—No nos podemos lavar las manos, eso es lo que me indigna.

—¿Hacemos una chancha para apoyarlo? ¿Eso es lo que quieres? Habría que sugerirlo, de repente varios se animan.

—La plata no arregla todo, mano.

—Lo sé, Adolfo. Dime qué hacemos entonces con el Carrizales.

—Lo más importante —dice alzando un poco la voz—: ¡pedirle disculpas! ¡Pedirle perdón!

—Eso está bien yuca y tú lo sabes.

—Vamos a celebrar la hipocresía en la cena de gala con barra libre: tú también lo harás, cojudo —te dice estudiando tu reacción.

—Yo no voy a ir —le informas para su sorpresa—. No tengo ganas y la cuota está carita.

—Yo me quiero aparecer con una veneca, o con dos mejor. ¿Tú crees que me vayan a hacer chongo por aparecerme con dos malcriadas potentes?

—Lo que me dices no tiene sentido. Tú quieres ir en plan “todos ustedes me llegan al huevo”… Y, a la vez, dártelas de varonazo.

—Algo así: ser el gallo del gallinero… al menos por una noche.

—La misma actitud del colegio, como en los quinceañeros. Tienes razón: algunos no hemos cambiado.

—Yo soy distinto.

—Y entonces ¿por qué mejor no vas con el Carrizales?

—¡Estás loco, mano!

—Un poco nomás, promoción, pero no tanto como él.

—Esas bromitas son las que yo no paso.

—Tranquilo, Adolfo. A veces es preferible reír que llorar.

—¿Para qué quieres que lo lleve a la cena de gala por las Bodas de Plata?

—Para que lo vean, para que él tome la palabra como esa vez durante el Retiro Espiritual de cuarto de secundaria que hicimos antes de la Confirmación… cuando dijo, llorando, que el Aranda le hacía la vida insoportable con sus bromas pesadas. Para que entiendan de una vez su desgracia y además para que…

—Le pidan disculpas —te interrumpe él—. Porque todos se tienen que disculpar con él.

—¿Ves? Es una buena idea.

—Van a pensar que les quiero cagar el tono, se pueden venir contra mí.

—No, eso no pasará.

—Tú vas a ir, yo lo sé. Al final te vas a subir al coche de la fiestita de gala.

—No —le dices convencido—. No iré.

—Irás… no por la promo, ni por el trago o la juerga… tampoco por los buenos recuerdos escolares.

—¿Entonces por qué iré?

—Porque quieres verlos a todos, estudiarlos, utilizarlos; o sea, que sean tu material para escribir algo nuevo… yo me he dado cuenta de eso.

—¿De qué?

—Varias veces evitas tomar, y a ti te encanta el trago.

—Lo hago por salud.

—¡Fuera, gil! —exclama incómodo—. Lo haces para que el trago no te nuble la mollera, para tomar nota mental y sobre todo para no olvidarte de cada detalle al día siguiente.

—¿Adónde quieres llegar, Adolfo?

—A que te gusta el trago, pero más te gusta escribir.

—No lo sé —le dices sin mentirle—. No tengo la menor idea.

—Vas a escribir sobre el Carrizales, yo lo voy a llevar a la cena de gala por las Bodas de Plata y tú vas a ser mi cronista. Cuando termines tu texto y ajustes las cuentas con los matones, atorrantes y abusivos de la promo recién nos pegamos la bomba con la camiseta del Melgar.

—Si te apareces con el Carrizales y las malcriadas, atraco para el respectivo hurra y salud.

—¡Ya! ¡Llevaré tres! —exclama y se echa a reír—: ¡Mi peluquera y sus amiguitas malcriadas! Las voy a llamar ahorita mismo, hermano: ésta sí que será una vuelta al cole inolvidable, ya vas a ver.

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