LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
Para esta quinta semana de Cuaresma, la última antes de Semana Santa, la Iglesia nos presenta el episodio en el que Jesús resucita a su amigo Lázaro. Como todo buen judío de su época, Jesús estaba en los alrededores de Jerusalén porque se acercaba la fiesta de la Pascua, y estando en un pueblo relativamente vecino le llega la noticia de que su amigo Lázaro está muy enfermo en Betania. En lugar de apresurarse en ir a curarlo, Jesús deja que pasen los días, muera y lo entierren. Recién entonces se encamina a Betania y, al entrar en el pueblo, Marta y María, las hermanas de Lázaro, le dicen: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano», y tras un breve diálogo Jesús responde: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11,21-26).
Con esas palabras, Jesús responde al drama que están viviendo esas mujeres: el sufrimiento profundo ante la muerte de su hermano Lázaro, que de alguna manera nos hace presente el sufrimiento por el que atravesamos todos los hombres ante la muerte de un ser querido o ante la proximidad de nuestra propia muerte. La muerte siempre implica un sufrimiento, no sólo por la separación de un ser querido sino también porque nos hace presente que no somos invencibles, nos despoja de la pretensión de ser autosuficientes, nos recuerda que somos criaturas y que sin Dios sólo somos polvo. Con las palabras que dirige a las hermanas de Lázaro, y a través de ellas a nosotros, Jesús responde al drama de la muerte. Y no lo hace dándonos un consejo o una clase de teología, ni mucho menos un consuelo meramente externo. Lo hace acreditando sus palabras con un hecho concreto: ordena que retiren la piedra que sellaba el sepulcro donde Lázaro había sido enterrado hacía ya cuatro días y le ordena: «¡Lázaro, sal fuera!»; y ante el asombro de todos los presentes, Lázaro salió caminando (Jn 11,43-44).
Jesús es la respuesta de Dios ante la muerte que cerca cada día al hombre. Jesús, que es el mismo Dios que se ha hecho hombre por amor a nosotros, para morir por nosotros. Siendo Dios no podía morir; por eso asume nuestra naturaleza humana para entrar en la muerte y destruirla desde dentro con su resurrección. Es el gran misterio que celebramos en la Semana Santa y, más concretamente, en el Triduo Pascual al que entramos el Jueves Santo y culminamos el Domingo de Resurrección. No celebramos sólo la muerte de Cristo. La Semana Santa no termina el viernes sino que llega a su culmen en la gran Vigilia Pascual que celebramos en la noche del sábado para el domingo. El Viernes Santo conmemoramos el sacrificio de Jesús en la cruz para el perdón de nuestros pecados, y en la Vigilia Pascual celebramos su resurrección como un hecho concreto que acredita que Dios Padre ha aceptado su sacrificio y, por tanto, nuestros pecados han sido perdonados y, en Cristo, tenemos acceso a la vida eterna, como acabamos de recordar que el mismo Jesús se lo dijo a las hermanas de Lázaro. He aquí lo que celebraremos en la Semana Santa que se avecina: Cristo que muere por nosotros y resucita para nosotros, para hacernos partícipes de su vida inmortal.