Gatos
Por: Fátima Carrasco
Emergencia
El primer día que Flora estuvo en el jardín me fijé en su glotonería.
Comió, prudente, del plato de los gatos. Cazó un topo que devoró ahí mismo, y al vuelo, de un zarpazo, a un gorrión que devoró tras desplumarlo ipso facto.
Pero no se hallaba cómoda en ningún rincón del jardín. Me mordía y arañaba cada vez que la cepillaba. Deambulaba por la pista, por el garaje, donde acabó medio instalada.
Un fin de semana, J.J. yo pintamos allí unos muebles y al amanecer, entre las latas de pintura, la vimos jadeante, inmóvil y con los ojos girando desorbitados.
La veterinaria dijo que no creía que fuese una intoxicación por la pintura. La dejaron en observación con suero. Dos días después, con la cabeza torcida, ya podía sentarse, aunque no caminaba y seguía sin diagnóstico. Dijeron que tenía año y medio y que quizá un virus le había afectado al oído. Podía recaer y caminar con la cabeza torcida por largo tiempo.
Y así fue, pero Flora no se arrugaba: saltaba muros de varios metros de altura, fallando y reintentándolo.
Fue imposible sacarla con una correa a tomar el sol —su vitamina D— como dijo la veterinaria. Con la cabeza torcida, Floripondia, esa fuerza de la naturaleza, optimista crónica, superó el invierno. Y yo seguía intrigada por sus orígenes.
Le compramos un sofá-canastilla de mimbre con un cojín azul y naranja con ositos blancos para el garaje. Solo estuvo sentada cinco minutos. Prefería una caja de cartón en un rincón lleno de telarañas. Barrí y limpié ese rincón, quité la caja y puse la canasta. Ella se mudó a otra esquina.
—Pero Floripondia, una gata de tu categoría, metida en un rincón inhóspito, ¿por qué no quieres la canasta?
Ignífuga
La caldera de calefacción se malogró y vino el técnico, un señor de natural afable, con pinta de Olaf el vikingo, a repararla. Apenas vio a Flora me contó que su gata negra era parecida, solo que su pedigree se remontaba hasta la cuarta generación. Dormía en su cama, se escondía en los cajones del ropero, etc.
—Eeeo —dijo Flora, saludándolo como si lo conociera desde siempre. Olaf la agarró del cuello, la cargó, abrazó, rascó, le dio volteretas.
—Qué gata más sociable, es simpatiquísima.
Se llevó una pieza de la caldera —el quemador— y regresó al otro día. No se acordaba de cómo montarla, dijo, pero él no era aprensivo para nada, no había que asustarse del combustible, un amigo suyo murió al explotar el bidón de plástico con restos de gasolina al cortarlo con una sierra eléctrica, pero había que trabajar con confianza siempre.
Temiendo la previsible ignición, abrí la puerta principal:
—¿Necesita usted más luz?
—No, si soy miope —dijo ajustándose los lentes—, y no es cosa de luz sino de saber montar el quemador, tráigame un encendedor.
Flora olisqueaba el quemador que el avezado Olaf sostenía a duras penas en cuclillas.
—Ponga en funcionamiento la caldera, señora.
La caldera rugió, aspiró combustible y el técnico acercó el encendedor prendido. Salió una llamarada de fuego y humo, como un lanzallamas. Sentí olor a pelo chamuscado.
—¡Señora, sáqueme a ésta gata de aquí que se va a quemar y ahora sí, abra la puerta!
Flora ronroneaba entre el lanzallamas y la pared, tiznada y ufana.
Olaf se despidió de Flora zarandeándola. Y ella fijó su residencia encima de la caldera.
—Floripondia, te vas a intoxicar con el petróleo, hueles mal, estás ahumada. Si la caldera ni siquiera está caliente, ¿no te das cuenta? ¿Cómo se te ocurre? ¿Pero tú de dónde has salido, de dónde vienes?
Le puse una frazada vieja en un rincón más apropiado pero no se movió. Sentada de patas cruzadas pasó una buena temporada saliendo a la calle sólo para hacer sus necesidades.
Amor de madre
La primavera llegó y también mi madre. Preguntó por la Garufa y le conté el triste episodio.
—Es que ésta gata chascosa es una pretenciosa, a ver mírala, no sé qué se cree. Mejor me callo, es una entronada, se da unos aires. En cambio la otra pobrecita, tan humilde que te contemplaba en la ventana, tan delicadita. Pero linda es ésta Flora. ¡Es una gata tan exuberante, tan distinguida!
La aludida maullaba ronca, pavoneándose.
—Ésta qué va a contemplar a nadie, ¡solo quiere que la contemplen! —sentenciaba mi madre.
Una tarde vimos en una tienda de animales un gato como Flora que valía seiscientos euros.
—¿Seiscientos euros? ¡No me digas! ¿A ver? Entonces la Flora cuesta una fortuna, una gata finísima, claro, con razón, ¡qué va a querer vivir en el jardín a la intemperie, y cómo la tienen helándose de frío en esa humedad del garaje!
Flora disfrutaba de las noches primaverales pero venía cuando la llamaba, a veces oliendo a rancio, a pescado podrido, con hierbajos y cardos en la cabeza.
—Esta gatita quiere un collar de terciopelo, un cojín de raso, llámala, es de noche. ¡No se vayan a robar a la gata de los seiscientos euros! Mírala cómo viene y te hace reverencias, nunca he visto una gata igual. Claro, es de otra condición. Qué va a querer estar con esos gatos chuscos del jardín. Yo no sabía, es que nunca he tenido cultura de animales. Pero cómo la dejas suelta a ésta gata tan preciosa, a ver mírala cómo te contempla.
Flora dio a luz a dos gatitos blancos en el suelo, junto al basurero del garaje. Uno murió. Al otro, más cabezón —Zeppelín— lo trasladó a la mesa del taller entre herramientas y un cenicero lleno de puchos. El sofá canastilla seguía intacto.
—Has visto ésta gata loca, ¿cómo tiene a la pobre criatura tirada en el suelo? Se va a helar, súbelo al gatito que se asolee, se va a morir.
—La Flora no quiere estar en el jardín.
—Entonces qué quiere, ¿así piensa quedarse? ¿Qué pretende esta gata chascosa?
Terminé llevando a Zeppelin al jardín en el sofá-canastilla que mi madre sostenía paseando arriba y abajo, observando al cabezón. Flora nos siguió, animándose a estar en el jardín por momentos.
Allí vivían dos hijos de la agraviada e inolvidable Garufa: Viernes (gris, de ojos verdes y patas blancas) y Federica (blanca, flaca, de pelo largo y un ojo verde y otro azul —como David Bowie, como Clemen, una prima de mi madre).
Federica era una gata delicada y extraña.
—Parece medio lelita, ¿no? —decía mi madre. —Mírale la expresión, se queda como pasmada, parece una figura de porcelana, qué belleza.
(Tiempo después, la veterinaria —que era etóloga— me confirmó la presunción materna: hay gatos con transtornos o retraso mental, como cualquier mamífero).
Flora se empeñó en que su vástago se instalara en la casa: cada vez que veía abierta la ventana del baño, con Zeppelin en el hocico, saltaba decidida. Oíamos un golpazo: Zeppelin aterrizando en el bidet. Flora sentada sobre las toallas. Zepelín en el banquito del baño. Flora y Zeppelín caídos en la tina.
Me apenaba cerrar la ventana, pero al tercer o cuarto aterrizaje —-o más bien gatorrizaje-— temía que Zeppelín se fracturase la cabeza.
La impronta de los sanitarios lo impulsaba a saltar –él solito— y en las tardes calurosas se estiraba en la tina fría como un veraneante.
Era ya un gato robusto de un año cuando le dio por deambular calle arriba y abajo maullando con insistencia, rechazando agua y comida. Después de una semana se fue para no volver.
Dicen que los gatos aprendieron a maullar para comunicarse con los seres humanos. Pero no sabemos qué dicen.
Dicen que los gatos emigrados vuelven a su lugar de origen antes de morir, sin dejarse ver.