YA NO HAY ESPEJOS EN LA HABITACIÓN (segunda parte)
Por: Juan Manuel Zevallos Rodríguez – Psiquiatra y Magister en Salud Mental del Niño Adolescente y Familia.
HOY CONOCÍ EN EL MUNDO GENTE MARAVILLOSA
“Un día, cuando era estudiante de secundaria, vi a un compañero de mi clase caminando de regreso a su casa. Se llamaba Kyle. Iba cargando todos sus libros y pensé: «¿Por qué se estará llevando a su casa todos los libros el viernes?». Yo ya tenía planes para todo el fin de semana: fiestas y un partido de fútbol con mis amigos el sábado por la tarde, así que me encogí de hombros y seguí mi camino. Mientras caminaba, vi a un montón de chicos corriendo hacia él. Cuando lo alcanzaron le tiraron todos sus libros y le hicieron una zancadilla que lo tiró al suelo. Vi que sus gafas volaron y cayeron como a tres metros de él. Miró hacia arriba y pude ver una tremenda tristeza en sus ojos. Mi corazón se estremeció, así que corrí hacia él mientras gateaba buscando sus gafas. Vi lágrimas en sus ojos. Le acerqué a sus manos sus gafas y le dije: «Esos chicos son unos tarados, no deberían hacer esto». Me miró y me dijo: «Gracias». Había una gran sonrisa en su cara. Una de esas sonrisas que mostraban verdadera gratitud. Le ayudé con sus libros. Vivía cerca de mi casa. Le pregunté por qué no lo había visto antes y me contó que se acababa de cambiar de una escuela privada. Yo nunca había conocido a alguien que fuera a una escuela privada. Caminamos hasta casa. Le ayudé con sus libros. Parecía un buen chico. Le pregunté si quería jugar al fútbol el sábado conmigo y mis amigos, y aceptó. Estuvimos juntos todo el fin de semana. Mientras más conocía a Kyle, mejor nos caía, tanto a mí como a mis amigos. Llegó el lunes por la mañana y ahí estaba Kyle con aquella enorme pila de libros de nuevo. Me paré y le dije: «Oye, vas a sacar buenos músculos si cargas todos esos libros todos los días». Se río y me dio la mitad para que le ayudara.
Durante los siguientes cuatro años nos convertimos en los mejores amigos. Cuando ya estábamos por terminar la secundaria, Kyle decidió ir a la Universidad de Georgetown y yo a la de Duke. Sabía que siempre seríamos amigos, que la distancia no sería un problema. El estudiaría medicina y yo administración, con una beca de fútbol.
Llegó el gran día de la Graduación. Él preparó el discurso. Yo estaba feliz de no ser el que tenía que hablar. Kyle se veía realmente bien. Era uno de esas personas que se había encontrado a sí mismo durante la secundaria, había mejorado en todos los aspectos, se veía bien con sus gafas. Tenía más citas con chicas que yo y todas lo adoraban. ¡Caramba! algunas veces hasta me sentía celoso. Hoy era uno de esos días. Pude ver que él estaba nervioso por el discurso, así que le di una palmadita en la espalda y le dije: «Vas a estar genial, amigo». Me miró con una de esas miradas (realmente de agradecimiento) y me sonrió: «Gracias», me dijo. Limpió su garganta y comenzó su discurso: «La Graduación es un buen momento para dar gracias a todos aquellos que nos han ayudado a través de estos años difíciles: tus padres, tus maestros, tus hermanos, quizá algún entrenador, pero principalmente a tus amigos. Yo estoy aquí para decirles que ser amigo de alguien es el mejor regalo que podemos dar y recibir y, a este propósito, les voy a contar una historia». Yo miraba a mi amigo incrédulo cuando comenzó a contar la historia del primer día que nos conocimos. Aquel fin de semana él tenía planeado suicidarse. Habló de como limpió su armario y por qué llevaba todos sus libros con él: para que su madre no tuviera que ir después a recogerlos a la escuela. Me miraba fijamente y me sonreía. «Afortunadamente fui salvado. Mi amigo me salvó de hacer algo irremediable». Yo escuchaba con asombro como este apuesto y popular chico contaba a todos esos momentos de debilidad. Sus padres también me miraban y me sonreían con esa misma sonrisa de gratitud.
En ese momento me di cuenta de lo profundo de sus palabras: «Nunca subestimes el poder de tus acciones: con un pequeño gesto, puedes cambiar la vida de otra persona, para bien o para mal. Dios nos pone a cada uno frente a la vida de otros para impactarlos de alguna manera».
Nuestros hijos nos necesitan hoy con todas nuestras fortalezas, nuestro tiempo y nuestra paciencia. Ellos quieren contarnos tantas cosas, si no los escuchamos ¿Quién los escuchará si no los escuchamos hoy? ¿Quién los valorará? ¿Quién les dirá que son importantes? ¿Quién les quitará de la mente esa semilla de la autodestrucción?
Nuestros hijos son importantes, se merecen esos cinco minutos que suele durar como mínimo una llamada telefónica, se merecen esos diez minutos de la congestión del tráfico, se merecen esa media hora de la siesta a media tarde. Se lo merecen todo. Si hoy no hablamos con ellos ¿Cuándo lo haremos? ¿Cuándo ellos ya no quieran escucharnos? ¿Cuándo la luz de sus ojos se haya apagado? ¿Cuándo el rencor de su corazón se haya transformado en una coraza que nuestras palabras no puedan a atravesar? ¿Cuándo hayamos aprendido a ser padres y nuestros hijos ya no nos necesiten o cuándo ellos nos digan que no estuvimos presentes en los momentos más importantes de sus vidas?
Si somos padres ausentes y sordos tendremos hijos con los mismos defectos. El problema es que nosotros podremos decidir conversar con ellos cuando recordemos que un día aprendimos en nuestros hogares de origen a dialogar, pero ellos lamentablemente no querrán dialogar con nosotros porque nunca desarrollaron esa costumbre en el hogar que cada uno de nosotros le regalo.
Papá, mamá, desenchufa el televisor, la computadora, el celular, el teléfono de casa y hasta el timbre de la puerta. Tu hijo te necesita, te está esperando, no lo hagas esperar más.
Recuerda, aquel que más habla es quizá el que menos sabe, el que menos enseña, aquel que más subordina y aquel qué más limita a las personas de su entorno. Se modelo de formación de tus hijos, escúchalos, comparte tus experiencias, tu día a día, tu optimismo y hasta la desazón que tengas por cada momento que vives. Tus hijos sabrán comprenderte. Dales el tiempo necesario para que conozcan realmente quién es su padre, quién es su madre. Regálales historias, las tuyas, las otras.
“Caminaba con mi padre cuando él se detuvo en una curva y después de un pequeño silencio me preguntó:
Además del cantar de los pájaros, ¿Escuchas alguna cosa más? Agudicé mis oídos y algunos segundos después le respondí: Estoy escuchando el ruido de una carreta.
Eso es -dijo mi padre-. Es una carreta vacía.
Pregunté a mi padre: ¿Cómo sabes que es una carreta vacía, si aún no la vemos?
Entonces mi padre respondió: Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía, por causa del ruido. Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace.
Me convertí en adulto y hasta hoy cuando veo a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos, siendo inoportuna o violenta, presumiendo de lo que tiene, sintiéndose prepotente y haciendo de menos a la gente, tengo la impresión de oír la voz de mi padre diciendo:
«Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace».
Y en el trayecto del camino, ambos se entenderán. Recuerda, no es tan importante lo que digas, lo realmente importante es lo que haces día a día. Luego refuerza el modelo conductual que has desarrollado con cogniciones de afecto. Ese el mejor momento para que tu hijo interiorice tus palabras. Ese es el mejor momento para reforzar tus actos de entrega a tus hijos. De nada sirve una palabra maravillosa si el acto no le ha precedido. De nada sirve que le digas todo el día a tu hijo que lo amas si él siente que cada una de las cosas que haces a diario evidencian un concepto contrario al de entrega y de amor.
DATO
Tú, querido padre, querida madre, eres un ser maravilloso que está a la misma altura de la creación, no desaproveches la oportunidad de regalar a tu hijo tu propia esencia, tu aprendizaje y tu buena voluntad.