LA CORREA DEL ABUELO: Una pesadilla hecha realidad
Por Orlando Mazeyra Guillén
—Él se llamaba Víctor —me dice mi madre mientras toma un café antes de irse a dormir—, y acababa de ingresar a Ingeniería Industrial.
Me cuenta que el tal Víctor estaba enamorado de una estudiante de un conocido colegio de monjas (donde trabajaba su madre que era profesora de Educación Cívica).
La muchacha lo tenía casi de mascota. Víctor era algo menos que su títere. Pero él seguía ilusionado y hacía todo —absolutamente todo— lo que ella le ordenaba. La llevaba al cine, a comer, la recogía de las fiestas y, sobre todo, no le exigía nada a cambio. Ni siquiera un beso o una caricia sincera. ¿Una escueta muestra de afecto? Tampoco. Absolutamente nada.
Cuando él ingresó a la universidad, fue uno de los primeros y todos lo felicitaron; menos ella, que se largó a Mejía con un grupo de amigos.
—¿Me vas a llegar a querer algún día? —le preguntó él, mirándola fijamente—. Sólo quiero saber la verdad de una vez por todas.
—No me presiones, Víctor —repuso ella, incómoda—. Sabes muy bien que no me gusta cuando te pones en ese plan. ¿Por qué me apuras?
—Jamás te he apurado. Estoy detrás de ti hace tres años y hasta ahora nada de nada…
—¿Cómo puedes decir nada de nada? No seas injusto.
—Nunca me regalaste algo, ni siquiera me escribiste una carta. Nada, pues… creo que estoy perdiendo el tiempo… ya estoy harto de tu actitud.
—No estás perdiendo el tiempo, Víctor. Pero sí me estás ofendiendo. Y mucho. Yo no estoy para soportar tus caprichos.
—Aquí la única caprichosa eres tú. Pero estoy templadazo, ¿no te das cuenta? ¡Por ti mato! Te voy a querer siempre. Así me trates hasta el culo.
—¡Grosero!
—Es por mi cara, ¿no? Sólo quiero que me lo digas de una buena vez. ¿Por eso no me quieres? ¡Admítelo de una vez, carajo, y acabemos con esto!
—Sí —lo reconoció ella, por fin—. Eres un graniento asqueroso. ¿Cómo quieres que te dé un beso? ¡Mírate en el espejo! ¿No te das asco? Estás lleno de pústulas. Sólo de verte los barros siento ganas de vomitar.
Víctor atajó la inesperada respuesta como pudo. Y se hizo cargo en silencio. No tuvo nada más que decir. Sólo se dirigió a su casa. Estuvo varios días sin salir. No hablaba con nadie. Ni siquiera con su madre. Hasta que un sábado por la noche se ahorcó con una vieja correa que le había obsequiado su abuelo.
—¿Y quién lo descubrió, mamá? —le pregunté conmovido.
—Su propio abuelo, muy temprano. Al día siguiente.
—Y luego, ¿qué pasó?
—Su madre a los dos meses hizo lo mismo: se quitó la vida con el mismo cinto y en el mismo lugar.
—¿Y otra vez el abuelo de Víctor fue quien encontró a la mujer?
—Sí. Encontró muerta a su propia hija. En el colegio se armó un escándalo. Los padres de familia, no tuvieron ni un poquito de sensibilidad, dijeron que sus hijas estaban en manos de profesoras desequilibradas. Mandaron cartas y pidieron que a todo el profesorado lo sometieran a un test psicológico. Cosa que ocurrió: pero yo actué ante todos y oculté los problemas de la casa y también mis problemas… los psicólogos son unos ineptos, yo podría darles buenas lecciones… ¡También a los psiquiatras!, la mayoría son unos charlatanes.
—¿Tú sabes por qué se mata la gente, mamá?
—No puedo entenderlo. Son cosas que prefiero no explicarme. Tampoco pude terminar de entender la esquizofrenia de mi hermano Julián. Hay cosas que prefiero no comprender…
—¿Para vivir más tranquila?
—Algo así.
—¿Pero nunca se te pasó por la cabeza la idea de matarte?
—Sólo una vez —lo reconoce algo avergonzada.
—¿Cuándo?
—No quiero darte ideas.
—¿Para matarme?
—No, hijo —repone ella—. Para escribir.
—Yo no me voy a matar nunca, mamá —le digo como para tranquilizarla.
—Me he acordado de todo esto que ocurrió cuando todavía trabajaba en el colegio, hace más de quince años, porque, ¡mira cómo es la vida, hijo!: la chica que despreció a Víctor por tener granos se ha muerto la semana pasada… me dicen que nunca se quiso vacunar, tenía miedo que le pusieran un chip y esas tonterías…
—Entonces, ¿fue covid?
—Creo que no porque llegaron a velarla. No lo sé. Pero era menor que tú, hijo. Tenía menos de cuarenta años. ¿Qué terrible, no? Tan joven, tenía dos niñas.
—¿Y cómo se llamaba ella?
—No te lo voy a decir. Lo único que no entiendo es cómo el abuelo de Víctor fue al velorio. Yo no hubiera podido, quizá odiaría a esa mujer.
—Dime su nombre.
—No. Te puedes poner a escribir sobre ella…
—No, mamá.
—Yo te conozco, hijo.
—Pero no lo suficiente, mamá.
Me imagino al afligido abuelo de Víctor yendo al velorio de la mujer que desencadenó dos suicidios (el de su nieto y el de su propia hija). Y me imagino también mi propio velorio. ¿Quién se acordará de mí?
—¿Te imaginas tu propio velorio, mamá?
—No.
—¿Podrías hacerlo? ¡Imagínatelo!
—No quiero. Ya olvídate de lo que te acabo de contar y deja en paz a los muertos porque pueden venir a visitarte.
—Esas son tonterías.
—Ten cuidado, hijo. Yo sé lo que te digo.
—Entonces ya no me digas nada.
—El abuelo de Víctor se puso la correa, esa correa, para ir al velorio de esa mujer.
—¿Y por qué haría eso?
—No lo sé, hijo.
—Es tan extraño todo esto que me cuentas.
—Ya es tarde. Mejor anda a dormir.
—Buenas noches, mamá.
Pero no fue una buena noche, lamentablemente. Durante la madrugada, como en una pesadilla descomunal y siniestra, asomará (repleta de pústulas horrorosas) la cara de Víctor para decirte: “aprende a respetar a los muertos”.
Antes de despertar, bañado en sudor, pudiste reconocer el cinto en sus manos. La terrible y temible correa de su abuelo: el arma de los suicidas.