Simón Bolívar. A 200 años de su llegada al Perú
Por Cecilia Bákula – El Montonero
No cabe duda de que las reiteradas invitaciones que recibió Bolívar, las misiones que se envió para que concurrieran al Perú, debieron orientar la voluntad del Congreso de Colombia y la del propio Santander a conceder la requerida autorización; y por supuesto, inflamar el espíritu del propio Libertador quien, en palabras de Bartolomé Mitre, era por entonces “El hombre más poderoso de la América del Sur y el verdadero árbitro de sus destino”. A esa percepción generalizada, debió abundar el oficio dirigido a Bolívar el 5 de mayo de 1823 que, en sus partes más significativas dice: “Señor: Cuando invité a vuestra excelencia para dirigir nuestras empresas militares… conté con la voluntad de todos los peruanos que deseaban ardientemente, lo mismo que yo proponía a vuestra excelencia. El soberano Congreso ha expedido el decreto que tengo la honra de acompañar, manifestando sus vivos deseos por que llegue a realizarse la venida del héroe de la América… El Perú lo llama de nuevo…”
Esa invitación culminó con la autorización dada por el Congreso de Colombia, que permite que Bolívar llegue al Callao en el buque Chimborazo y haga su ingreso a Lima el 1 de septiembre de 1823. Aquí fue homenajeado y, por qué no decirlo, adulado al extremo, no obstante el país vivía una situación de caos con dos presidentes en ejercicio paralelo, aunque uno electo y el otro depuesto, con rivalidades crecientes lo que iba permitiendo que las fuerzas realistas se sintieran más capaces y el sentimiento de libertad y de construcción de un Estado independiente, dejara de anidar en el corazón de los peruanos. Dicho esto, a escasos dos años de la proclamación de la independencia había mucho trabajo por hacer en todos los aspectos asociados con la organización política y la construcción de lo que se entiende por nación y patria y, como el mismo Libertador exclamó “Peruanos: la República está expirando, pero no ha muerto!”.
Dueño, pues, de un verbo capaz de convencer, Bolívar percibió rápidamente la crítica situación que se vivía en el Perú y comprendió que tenía que imponer su autoridad con estrategia. Es por ello que lanzó una primera arenga con las siguientes palabras: “Los soldados libertadores que han venido desde el Plata, el Maule, el Magdalena y el Orinoco no volverán a su patria sino cubiertos de laureles, pasando por arcos triunfales, llevando por trofeos los pendones de Castilla. Vencerán y dejarán libre el Perú. Yo lo prometo. Yo ofrezco la victoria, confiado en el valor del Ejército Unido y en la buena fe del pueblo peruano”. Era la arenga para transformar y trocar en posible lo que parecía imposible a los ojos de los propios peruanos. El 16 de septiembre de 1823 Bolívar se dirige al Congreso, del que recibe la autoridad total, siendo consciente de lo que se espera de él, en las condiciones en que él entiende que está el Perú.
Es necesario comprender que España había concentrado sus esperanzas de recobrar poder y control de América desde y en el Perú. Y es por ello que se entienden los empeños denodados que hará el Libertador para que las autoridades de entonces –tanto de Colombia como de Argentina y Chile, incluyendo por supuesto al Perú mismo en la persona del venido a menos Torre Tagle–, comprendieran que era indispensable hacer los mayores esfuerzos, los más grandes sacrificios para contar no solo con hombres que conformaran el ejército, sino con animales, vituallas, alimento y dinero.
Hay llamados dramáticos, por ejemplo, a la necesidad de atender a los caballos que están sin herraduras y no pueden andar; a las armas, equipos y municiones que escaseaban. Y ante todo ello Bolívar, que siente muchas veces desfallecer su ánimo, oculta en público su decaimiento y en cartas y en expresiones públicas se esfuerza por aparentar fortaleza, convicción, energía y esperanza. Es quizá esa reciedumbre de carácter la que contagia a muchos y la que permitirá llevar a buen puerto el empeño iniciado.
Cuesta decirlo, pero la historia es una y lo cierto es que en muchos aspectos, el Perú era el más difícil de los frentes a atacar, no sólo por la situación política, aún luego de la salida de Riva Agüero, sino por la falencia económica, la precariedad de una estructura militar, las dificultades de la propia geografía, la dispersión de las fuerzas y la inconsistencia del propio deseo y espíritu de convicción libertario, espíritu que estuvo presente hacia el año 21 y que renacería luego de Ayacucho. Me atrevería a decir que no se había comprendido los esfuerzos del propio San Martín, atacado por conspiradores e interesados en sus propios beneficios, a quien se enrostró, como si fuera su único objetivo, el pensar en un gobierno de corte monárquico que, a la postre, sería también el que iba a proponer Bolívar ante la curiosa realidad del ser peruano, en su infinita complejidad, dentro de la que aún hoy en día, busca descubrir que esa diversidad no es motivo de dispersión, sino de unidad e integración.
Bolívar logró despertar el sueño de la independencia, sacó de la indiferencia a muchos peruanos, hizo nacer la esperanza entre los escépticos y propuso la victoria como una realidad casi tangible para el Perú. Él la ofreció y la prometió y en Junín y en Ayacucho, ese despertar glorioso se cumplió para toda la América. Fue en nuestro suelo nacional, en donde se selló ya no el sueño, sino la realidad de la libertad.