¿Democracia sin Congreso?
Por: Guillermo Vidalón – El Montonero

La democracia se sustenta en tres poderes tradicionales: el Ejecutivo, cuya función es llevar a cabo los planes de gobierno; el Legislativo, que está a cargo de la producción normativa; y el Judicial, que interpreta y aplica las normas, más allá de si las considera adecuadas o no.

El Tribunal Constitucional tiene un desarrollo posterior. Su tarea principal es funcionar como un órgano garante de la Constitución y actúa como un ente que determina si una norma legislativa ha sido dada en concordancia con el “espíritu” o la naturaleza jurídica de la carta magna. De no ser así, ordena su derogatoria mediante una resolución de inconstitucionalidad. Cumple una labor legislativa en negativo, deroga normas o las valida si alguien les solicita un pronunciamiento sobre algún acto del poder legislativo (es decir, del Congreso de la República).

Otro poder del Estado que responde a la evolución del derecho constitucional es el Electoral, encarnado en nuestra legislación en el Jurado Nacional de Elecciones, máximo tribunal electoral que acreditará a quien obtuvo el mayor número de votos y que, en simultáneo, haya cumplido con los procedimientos respectivos para validar o no un acta. En este punto siempre han surgido cuestionamientos. En la mayoría de países democráticos se considera que la función principal del Poder Electoral es velar por la voluntad popular expresada en el acto del sufragio, y dejan en un segundo plano lo procedimental (el adecuado llenado de actas), muchas veces diseñadas con un grado de complejidad que las hacen vulnerables a la anulación, favoreciendo a algún candidato y perjudicando a otro. Sobre todo cuando el elector se ve forzado a participar en procesos electorales para evitar una sanción, y pocas veces asiste a votar por convicciones democráticas.

Esta división permite mantener un equilibrio y un control recíproco con la finalidad de evitar que algún poder caiga en excesos antidemocráticos. En esto se basa la división de poderes, cada uno con su respectiva autonomía y funciones. Por eso, cuando desde el Poder Ejecutivo sus más connotados voceros reiteran que “el pueblo nos pide el cierre del Congreso”, en el fondo lo que se está expresando es una voluntad antidemocrática, un deseo de vulnerar la Constitución por la cual juró el profesor Pedro Castillo al cargo de presidente de la República, comprometiéndose a respetar la Carta Magna y hacer cumplir sus mandatos. Más allá de si en su campaña electoral ofreció el cambio de la Ley de Leyes.

Cabe recordar que la constitución cuenta con mecanismos que prevén su actualización y reforma; pero, no se puede interpretar que un texto concebido para tener un largo período de vigencia sea cambiado en función a los intereses de cada gobierno. Cuando el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, afirma que “no los dejan gobernar”, la ciudadanía se pregunta quién ha cambiado una y otra vez de ministros y presidentes del Consejo de Ministros. Y la respuesta es el propio jefe de Estado y no el Congreso de la República. En consecuencia, quien genera la mayor inestabilidad política en el país es Pedro Castillo, lo que propicia desconfianza en la ciudadanía, que se expresa en los altos índices de desaprobación a su gestión, recogidos en las encuestas de opinión pública.

Principalmente es el Poder Ejecutivo el que está poniendo en riesgo la democracia. Y también una oposición desarticulada, por más que ambos se encuentren en orillas opuestas.

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