La danza del oso
Por: Pedro Corzo – El Montonero
Lo que está aconteciendo en Ucrania obliga a evocar en cierta medida la situación que vivió el mundo previamente a la Segunda Guerra Mundial, cuando Adolfo Hitler chantajeaba a los defensores de la paz con la amenaza de ocupar a los países de su entorno. Los resultados de los acuerdos de Múnich (1938) entre Adolfo Hitler (Alemania), Neville Chamberlain (Reino Unido), Eduardo Daladier (Francia) y Benito Mussolini (Italia) fueron una muestra que a los déspotas con proyección imperialista no se le pueden hacer concesiones: ellos padecen de una voracidad insaciable que se incrementa cuando olfatean miedo o inseguridad.
En el presente, Vladimir Putin, que dispone de armas nucleares y según parece de un poder similar al de un monarca absoluto, está en cierta medida reeditando los acuerdo de Múnich al ordenar la invasión de Ucrania y exigirles a los países vecinos que cumplan sus ordenanzas como si no fueran naciones soberanas. Ucrania en particular es una espina para Rusia y sus jerarcas. El resentimiento hacia Moscú tiene profundas raíces en esa nación. En la Gran Hambruna de la década de 1930, hasta cuatro millones de ucranianos murieron de hambre durante la colectivización forzosa de las granjas ordenadas por el dictador José Stalin. Un rechazo que se evidenció en el apoyo que un sector de la población prestó a los nazis cuando estos ocuparon el país.
Putin es lo más parecido a Adolfo Hitler que ha tenido Europa en las últimas décadas. El aspira a ser el zar de Rusia, con su pretensión de restaurar a la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Y tal vez después, a fuerza de más chantajes, ir extendiendo su autoridad hasta convertirse en el zar de toda Europa, una especie de Tercer Reich en el que se impondría la Paz de la KGB. Si tenemos en cuenta que Hitler tuvo éxito en Múnich sin disponer de armas nucleares –más aun, su país estaba todavía en un proceso de rearme–, debemos estar alerta por si entre los rivales de Putin en Occidente hay caudillos con el síndrome de Chamberlain, dispuesto a hacer concesiones para evitar lo que históricamente es inevitable cuando hay un depredador en el ambiente.
Hay un precedente similar a lo que ocurre con Ucrania. En el 2008 Putin, era primer ministro, reconoció las repúblicas separatistas de Abjasia y Osetia del Sur, parte de Georgia, otra república de la extinta URSS que resultó invadida por Moscú sin grandes repercusiones en las democracias occidentales. El reconocimiento de independencia a los territorios ucranianos de Donetsk y Lugansk, sin pasar por alto que en el 2014 Rusia se anexó la ciudad de Sebastopol y la península de Crimea, previamente había sido territorio ruso, son hechos que demuestran que la voracidad del Kremlin no se contiene y en cualquier momento empieza a gruñir contra los países Bálticos y Polonia.
Vladimir Putin tiene, dicho coloquialmente, la pinta de un fanfarrón, de un abusador de barrio que vive de los débiles de su vecindario. Con el agravante de que busca que su país vuelva a ser la gran potencia del pasado a costa de los demás, un serio riesgo para todos porque hay un límite a sus ambiciones que se llama “mutua destrucción asegurada”. Los opresores de oficio, Putin evidentemente lo es, pueden estar locos, pero no son tontos. Ellos van experimentando con el pueblo que sojuzgan y la comunidad internacional, sus posibilidades de causar daños sin consecuencias.
Está demostrado históricamente que Hitler no empezó su gobierno ordenando asesinatos en masa o ejecutando el Holocausto. Stalin tampoco inició su dictadura con los espurios Procesos de Moscú, ni Mao Tse Tung armó La Revolución Cultural en la primera semana de su mandato. Tantearon a sus súbditos y fueron catando cómo respondían sus iguales a sus agresiones.
Los tiranos, mientras más abusivos, más gustan encubrir sus inmundicias, de ahí la necesidad de que no cuenten con impunidad para cometer sus tropelías. La impunidad con la que actúan las dictaduras es consecuencia de la falta de cohesión de sus ciudadanos y la indiferencia de la comunidad internacional, tal parece que el miedo que corroe a sus víctimas reales y potenciales hace presa de personas y gobiernos con capacidad para incriminarlos.