Es tiempo de una pacífica revolución
Por: Ricardo Montero Reyes
Treinta años han transcurrido. Tres décadas nos separan de la noche en la que Alberto Fujimori prometiera “una auténtica transformación que asegure una democracia legítima y efectiva” que permitiera a todos los peruanos “convertirse en constructores de un Perú más justo, más desarrollado y respetado en el concierto de las naciones”.
Sin embargo, el sistema político se degradó y los peruanos perdimos la oportunidad de concretar la idea de construir un país más justo, aun cuando el nuevo siglo nos abría la posibilidad de proponer soluciones a nuestros problemas estructurales. No llegó la democracia, en tanto sistema que ofrece las mismas oportunidades a todos, o para hablar con mayor propiedad: a la mayoría, compuesta por aquellos que menos tienen.
Y el Perú se sumió en profundas crisis políticas, alimentadas por la confusión de los peruanos que no entendemos cómo no somos capaces de emprender “una auténtica transformación que asegure una democracia legítima y efectiva”.
No obstante, treinta años después seguimos hundidos en crisis. Los ciudadanos dudan cada vez más de la política y de los políticos, y profundizan su desconfianza en las instituciones que deberían proporcionar las ideas para sacarnos del atolladero.
Es tiempo de asumir que requerimos dar un salto efervescente y transformador. Revolucionario, añadiría. Dejemos, por ello, de mirar con apatía a quienes reclaman que nuestra vida política sea verdaderamente democrática.
Entendamos, como bien lo dice la teoría política, que la democracia no es un partido político, no es un movimiento regional, no es un sindicato, ni siquiera es un gobierno.
La democracia es el sistema político que permite a los gobiernos, a las instituciones (públicas y privadas) y a los ciudadanos, organizados o individualmente, tomar decisiones buenas o malas. Claro está que en democracia coexisten instituciones acreditadas y confiables capaces de corregir las malas decisiones.
Una y otra vez escuchamos que la democracia está en crisis. Lo cierto es que esa crisis subsiste desde antes del 5 de abril de 1992, y hemos demostrado incapacidad para acabar con ella. Cada elección de autoridades nacionales, regionales o locales nos alientan porque pensamos que “estamos viviendo una fiesta democrática”, sin percatarnos que hemos reducido el sistema a una suerte de participación ciega y muda de los ciudadanos en actos electorales.
Es altamente positivo votar con libertad. Ahora, demos el siguiente paso. Pongamos en marcha la tarea de crear instituciones creíbles y confiables para los ciudadanos. Como bien dice el pensador español Joan Subirat: “(Emprendamos) una revolución pacífica, que exija que las cosas funcionen como deberían funcionar. O sea, una revolución conservadora, en el sentido de recuperadora de ideales fundacionales, pero también rompedora, porque aumenta la conciencia que desde los moldes actuales ese cambio no es posible”.