Una historia de corazones rotos

ROSAS Y ESPINAS

Cuando José y Cinthia se resisten a aceptar el final son necios y ciegos

Por: Orlando Mazeyra Guillén

            —Las rosas nunca fallan, Pepe —te dice Santiago mientras apura el vaso de cerveza en la cevichería—. Consejo de pata: mándale una docena.

            —¿Rosas? —le preguntas sin convencerte—. Eso no va a funcar con ella. Además, no sé si le gustan las rosas…

            —Pepe, a todas las mujeres les gustan las rosas. ¡Mándaselas! —te sugiere con mucha seguridad—. Le escribes una carta a Cinthia para que se la entreguen con las rosas y esperas a que te llame… porque te va a llamar de todas si me haces caso. Corre de una vez a La Marina y no pierdas el tiempo.

            “A Daniela le encantaban las rosas blancas”, recordaste invadido por la maldita nostalgia. Pero lo cierto es que para ella conseguías rosas en puestos baratos (en los mercados o cerca al cementerio general). Nunca habías hecho un envío a domicilio y menos de una docena de rosas. “¿Tan mal estoy como para hacerte caso?”, le preguntaste a Santiago y él te lanzó un guiño entre cachaciento y cómplice antes de seguir con sus consejitos: “Mira, yo pongo las tres últimas chelas para que ya no gastes y luego tú haz la tarea”.

            —Ya —le dijiste y una hora después te descubriste eligiendo una caja de “Hello Kitty” con un mensaje más que previsible y carente de toda originalidad: “I love you”. ¿Estabas en tus cabales? ¿Era una medida desesperada? ¿La última o acaso vendrían otras peores?

La mujer que atendía te pidió el número de tu DNI. Cuando lo ingresó a la base de datos, dijo: “Usted no está registrado. ¿Nunca antes vino?”.

            —No, señorita —le informaste—. Y espero no volver nunca más.

            Extrañada, la mujer te pidió los datos de Cinthia: dirección y número de celular. Se los diste y luego le alcanzaste la carta que ella debería recibir con las rosas. Finalmente, te indicó que, incluyendo el envío a domicilio, eran casi doscientos soles.

            —Sólo le dije doce rosas —le recordaste pensando que se había equivocado.

            —Sí —asintió—. Es el precio por una docena. A las cuatro de la tarde ya las debe estar recibiendo. Nosotros se lo confirmaremos.

            Lo cierto es que, como la espera desespera, quince minutos antes de las cuatro la llamaste por teléfono para avisarle que le harías llegar un presente. ¿Qué más le dirías? ¿Discúlpame? ¿Empecemos de nuevo? No lo sabías. Sólo querías escuchar su voz. Cuando te dijo “Aló”, no te quedaron dudas: Cinthia estaba de juerga. “¿Con quién estás?”, le preguntaste. “Con una amiga”, dijo algo palteada.

            —Y están tomando, ¿no?

            Silencio. Quien calla otorga. ¿Te atreverías a colgar? ¿Quién recibiría entonces las rosas en su casa si ella estaba de farra?

            —José, tú y yo tenemos el mismo problema —te informó envalentonada por el alcohol—. Antes no lo quería aceptar, pero ahora que no somos nada, ¿qué más da?

            —Sí, ya fue… ¿Qué otro secreto me quieres contar?

            —Antes yo no tomaba nunca. Ahora sí, así se disipan los temas.

            —¿Los temas? ¿De qué “temas” hablas?

            —De los “temas”. No diré más.

            —No bebas en exceso, Cinthia: es muy destructivo. Yo lo sé.

            —No me importa nada… y menos tus consejos, José.

            —Es que cuando bebemos pensamos que nada importa y nos sentimos invulnerables… también dañamos a quienes más queremos.

            —Ahora se viene a mi mente eso que me dijiste…

            —¿Qué te dije, Cinthia?

            —Esa noche me dijiste: “No te desperdicies”.

            —Lo dije de corazón.

            —Pues lo estoy haciendo.

            —O sea que las estás cagando como aquella vez.

            —Sí, por culpa de mi ex. Esa es la verdad, José.  Si tú necesitaste diez años para superar a Daniela… entonces yo necesito más de seis meses para digerirlo todo.

            —Yo también lo siento.

            —No sé qué hacer. Sólo quiero tomar hasta olvidarme de todo y de todos.

            Ya no querías escucharla y lo peor es que ya eran casi las cuatro de la tarde.

            —Cinthia, te había mandado un regalo a tu casa —le confesaste atribulado—. Te iban a llamar para que lo recibas.

            —¿Qué regalo?

            —Eso ya no importa —le dijiste—. Sólo no contestes el teléfono, ignora cualquier llamada.

            —Pero nadie me ha llamado.

            —A las cuatro lo harán, te estoy avisando para que no contestes… sigue juergueando tranquila.

            —Ah, ya. Me imagino que ya no quieres que reciba nada… está bien.

            —Cinthia, todo lo que tú sientes yo ya lo he vivido. Contigo acerté desde el inicio… hubiera querido equivocarme…

            —No tienes que decir nada más: ya te dije que si alguien me llama, yo diré “número equivocado”…

            —Está bien. Ahora me despido con un ¡salud! Me encanta decir “salud”… a pesar de todo.

            —¿Te enojaste, no?

            —No —le mentiste—. Lo que pasa es que me he equivocado mucho en la vida y ahora me toca pagar. Me duele como mierda, pero el destino ajusta las cuentas siempre. Yo no tomo por Micaela. A mí me duele la vida, me duele quererte y me duele sobre todo estar hecho un papanatas, me tienes hecho un verdadero idiota.

            —Oye, José, al menos reconoce que yo también me entregué con todas las ganas de hacer las cosas bien. Y te abrí mi corazón. Tú sabías de lo que venía y yo también sabía de lo que tú venías… y te entendí. Yo de verdad me esforcé.

            —Cinthia, ambos venimos del dolor. Y el tuyo, al ser tan reciente y patético, debe ser fortísimo.

            —Patético, tú mismo lo dijiste y no quiero volver a escucharlo —te dijo antes de cortar la llamada.

            No insististe. Al poco rato te envió un mensaje: “Mi hermana me hizo una videollamada con la caja de rosas que me enviaste a casa. ¡Gracias! Tú no eres un papanatas y tampoco un borracho.  Con todos mis defectos, yo te quiero”.

            Ella mentía y tú lo sabías. Eso te dolía. Ya no tenías fuerzas ni para ir por unas cervezas. Ella tenía las rosas; y tú las espinas.

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