Cuando leemos
Por: Getty Paco
Hace unas semanas, un amigo mío fue operado. Cuando le preguntamos qué necesitaba para transitar su lenta convalecencia, nos pidió revistas y libros: quería disparar su mente hacia otras realidades, que la espera fuese más corta, moverse de ahí. No pude evitar sonreír cuando recibí su pedido.
Con la lectura nos ausentamos, no hay duda. Pero también nos rescatamos a nosotros mismos. En mi caso, ha sido mi paracaídas personal para la depresión, las frustraciones, la desesperación, los desamores, para esas partidas sin retorno, para el aburrimiento, para las tediosas filas en el banco (enormes, interminables), para los largos viajes en bus, para el aburrimiento. O como mi amigo hospitalizado, para el encierro.
Abrir un libro y empezar una lectura es tener un diálogo intemporal con escritores vivos, con poetas fallecidos, con personajes que se enfrentaron a dilemas morales, a la conciencia de su entorno, a la crítica social, a la empatía.
No podemos ir por la vida escuchando solo nuestra voz y viendo el mismo horizonte de las noticias una y otra vez. Además, leer es una de las pocas actividades analógicas que aún se puede hacer. Como los besos en la boca. O los abrazos.
Sí, lo admito, se puede aprender mucho de los medios tecnológicos. Vamos, quién no tiene un celular a la mano con las redes sociales encendidas o el Youtube para realizar una consulta rápida. Pero la lectura, como actividad solitaria, tiene otro tipo de intimidad y exige otro tipo de concentración: es un desafío. A uno le obliga a retroceder, a indagar, a revisar, porque una historia remite a otra y a otra y a otra. O sea, chambón. Pero, vale la pena dejar la tecnología un rato, irnos de viaje y que se detenga un poco el mundo, ¿no?