¿Ciudadanos en crisis o crisis de ciudadanos?
Por: Cecilia Bákula – El Montonero

Nos acercamos al primer año de este gobierno un tanto espurio que, a veces, identificamos como un remedo del gobierno firme, eficaz, transparente, ordenado, planificado y honesto que nuestro país necesita y merece. Un año en el que no ha habido semana sin que se nos muestren realidades gravísimas asociadas a improvisación, corrupción, incapacidad y contradicción. Y todo ello, en el marco de una supuesta legalidad; es decir, como si cada una de esas acciones, que dañan tremendamente nuestro progreso, fueran “normales” previsibles, habituales. Es por eso que sugiero, como título de esta nota, la pregunta respecto a si la crisis que vivimos en este momento debería ser entendida como una crisis de ciudadanía que, cual realidad, nos golpea diariamente.

Si bien es cierto que la nuestra es una república joven y que hemos tenido momentos de severas angustias y preocupaciones, nada de eso puede ser una justificación para aceptar, con no poca apatía, mantener las condiciones en que nuestro país vive el día a día. Es decir, que hemos tenido episodios de guerra, confrontación, hambruna, desorden y otras tantas formas de inquietud, incluyendo los golpes que la naturaleza ha dado tantas veces a nuestro pueblo. No obstante, hay dos aspectos que me sorprenden y alarman de manera especial. El primero se refiere a la permisividad que va ganando en la conciencia de los ciudadanos, que parecen adormilados ante lo que vivimos, y van aceptando como habitual lo que debería ser rechazado. Y en segundo lugar, la pasividad y lentitud con que el Congreso toma acciones claras y contundentes, y va como con anteojeras, cuando tiene al lado las pruebas más claras que obligarían a su reacción. Quizá esos “representantes” del pueblo se olvidaron de que no están en una curul por ellos mismos, sino que están “por y para” nosotros.

La degradación política que vivimos y que nos golpea diariamente se sustenta en una especie de ceguera ciudadana. Preferimos calmar nuestras penas escuchando cantos de sirena y haciendo eco de mensajes incongruentes, facilistas, demagogos, apelando a estribillos destinados a incapacitar nuestro juicio frente a la decadencia moral y política que enfrentamos. En un año de gobierno, ni siquiera las promesas han sido coherentes. Cero logros, cero acciones coherentes, y sí muchas falsedades, expresiones engañosas y con clara voluntad de dividir para enfrentar. El gobierno actual que, como cualquier otro, debió hacer de la política el ejercicio del bien común, se obstina en creer que el Perú, al que empobrece diariamente, es una especie de mala chacra a la que se explota deficientemente y solo en beneficio propio. Y esto se está convirtiendo en una realidad permitida por ciudadanos en crisis de identidad ciudadana.

La gestión pública, que debería honrar a quienes la ejercen, es pasto de complicidad e ineficiencia y así lo demuestra no solo la gran cantidad de incapaces que han ido pululando por los ministerios, sino la manera grotesca como se van copando los cargos públicos gracias al “amiguismo”, que está muy lejos de la eficiencia y capacidad. Y entonces, los capaces, los que tendrían la obligación y las potencialidades para asumir esos cargos directivos, se contagian de la idea de que participar en política es entrar en terreno pantanoso, sucio y por ello, se auto marginan. Pero esos peruanos, capaces y honrados, deben superar ya la propia crisis identitaria con sus obligaciones ciudadanas y tomar la posta de la conducción del país. Es necesario entregarle a los mejores la conducción del futuro y no ver pasivamente, el mayor descalabro que pudiera sobrevenir.

No dudo que esta situación tendrá que revertirse pronto. Tanto en un proceso de elecciones generales como en las que se avecinan para cubrir los cargos de las autoridades regionales y municipales, es urgente elegir a quienes demuestran (ahora y no solo prometen) una vida de eficiencia y honradez. Y dejar de lado la perspectiva personalista de lo que yo puedo obtener y dar nuestro voto, aun en un sistema democrático débil como el nuestro, a quienes sean capaces de presentar planteamientos razonables y no solo sueños tipo “engaña muchachos”.

Es muy triste comprobar cómo antes de un año de ejercicio, el nuestro es un gobierno en crisis total que lleva y arrastra a la ciudadanía a un destino de pobreza, desorden y desesperanza. Tan solo en los últimos días, la fragilidad del ejercicio político del presidente se pone de manifiesto en la casi incontenible lista de renuncias ministeriales, en la imposibilidad de parar las denuncias en su contra, en la gravedad y consecuencias del alza de combustibles que acarrea una cadena de precios cada vez más altos lo que limita y minimiza la posibilidad de que la mayoría pueda atender a las necesidades básicas, en el creciente clima de confrontación que nace de una severa frustración que no se sabe conducir ni verbalizar y en la frustración que lleva a un altísimo porcentaje de desaprobación del presidente. Lo que se agrava aún más por las evidencias de que se asumió el poder como consecuencia de un grotesco y fraudulento proceso electoral.

Un país rico, ahogándose en miseria, un país inmenso, alejado por falta de infraestructura, una población infantil carente de posibilidades educativas, una riqueza minera, desaprovechada por desentendimientos ideológicos, una economía que habiendo sido estable y positiva, tiende a quebrar esa curva ascendente por incapacidad.

Entonces, la crisis que vivimos puede y debe ser revertida si superamos la propia crisis ciudadana y comprendemos que todos estamos llamados a una acción que, dentro de la ley, permita impedir que el daño sea mayor. El futuro exigirá de cada uno grandes sacrificios, y entonces deberemos comportarnos como ciudadanos con capacidad de resistencia, honorabilidad y una clara actitud vigilante. Si bien nuestra democracia es débil y relativa, como ciudadanos unidos y despiertos, tenemos un gran poder. Y pasa, por supuesto, por exigir de cada uno y del Congreso, de la Fiscalía y de cada instancia, el cumplimiento valiente de sus obligaciones.

No será está la primera ni la última crisis que viva el Perú. Sí debería ser la última que vivan los ciudadanos en el ejercicio de su propia existencia como tales.

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