201 años después, la batalla continúa
Por: Rubén Quiroz Ávila – Presidente de la Sociedad Peruana de Filosofía
Estamos en un año posbicentenario de nuestra independencia republicana y parece que los ofrecimientos de refundación de nuestro país siguen siendo crueles anhelos. A veces solo somos promesas interminables, una cadena infinita de buenos deseos, un universo inacabable de sueños ingenuamente compartidos, es decir, todo lo que salga de nuestra imaginación es posible. Incluso hubo algunos aspirantes a teólogos que peruanizaron al mismísimo Dios. Dios es peruano, decían como una forma desesperada de consuelo. Pero, más allá de ser objeto de aspiraciones oníricas y tener explicaciones sobre nuestro fabuloso pasado mítico, hemos ido viviendo en las intersecciones de la irrealidad. O magnificamos el pasado a tal punto que nos dan nostalgias imperiales o pretendemos un futuro sobre el cual al parecer ni siquiera creemos.
La realidad, pura y dura, nos aterriza sobre lo que realmente somos como país, por más que deseemos con todas nuestras fuerzas y el poquito de fe que nos queda, ser otra nación. Una nación mejor, repetimos en coro. Sin embargo, la verdad y lo real han superado todas nuestras emociones de identificación con el porvenir y sus posibilidades. El futuro parece ya no pertenecernos. En todo caso, ya no es suficiente repetirnos cual mantra que somos una tierra bendecida y abrazarnos futboleramente ante otra ficción que suele derrumbarse rápidamente.
Podemos, una vez más, congratularnos de nuestra mitología, de nuestro propio panteón de héroes, y decir de nuestras ventanas ¡contigo, Perú! Pero sabemos que ello ya no es suficiente. Ya no se trata de la repetición incansable de lemas nacionalistas, de letras de canciones que entonamos como plegarias, de relatos que magnificamos para creernos que tuvimos algo de qué enorgullecernos. No hay peor error que mentirnos a nosotros mismos. Tenemos que aceptar que hemos ido sobreviviendo de tumbo en tumbo, oscilando, como si estuviéramos metidos en un remolino amazónico, que nos arrastra hacia abajo con tanta fuerza que nuestro agotamiento está al punto de la rendición.
Lo paradójico es que más allá de las palabras seudosalvadoras a las cuales solemos recurrir, la vida cotidiana del peruano de a pie, del paisano nuestro que asume cada día como acto de sobrevivencia, y que, además, vive para contarlo, nos recuerda algo de nuestro heroísmo extraviado, pero a la vez de las profundas inequidades sociales y raciales que no hemos podido resolver. Todos somos responsables de alguna manera. Pero, indudablemente, algunos más que otros por las posiciones de responsabilidad que suelen ocupar. 201 años después de nuestro origen como República aún libramos una batalla, cada más ampliada, más profunda, más desesperanzadora. 201 años de luchar por romper toda forma de colonización, varias de las subordinaciones permanecen. No es solo un recordatorio de lo que quisimos ser, sino también de lo que pudimos ser como país.