Desinterés en la política, fe en la democracia
Por: Ricardo Montero

El antecedente de la palabra política es el término latín politicus, que en la Grecia antigua se entendía como la participación ciudadana en el debate público y el respeto por las normas.

Aquellos que no expresaban interés en las necesidades del Estado eran conocidos como idiotas, y eran tratados como ignorantes que percibían el mundo individualistamente.

El paso del tiempo cambió la idea original de lo que se conocía como política. Ya no es posible catalogar como “idiotas” o “ignorantes” a los que se desentienden de las actividades públicas porque piensan que la política beneficia poco a la sociedad.

Hoy, la mayoría de los ciudadanos se autodefinen como apolíticos, no les interesa participar en actividades partidarias, y admiten que no encuentran diferencias entre izquierdistas y derechistas. Para esa mayoría, todos los políticos son iguales. De esta manera, es alta la probabilidad que la pregunta ¿para qué es útil la política?, se responda con un contundente: “Para nada”.

Esto es directa consencuencia de la desconfianza, y la desconfianza impacta sobre la gobernanza, que es, según la Real Academia, “el arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía”.

Esa condición, entre muchas otras, ha llevado a que la mayoría no confíe en los partidos políticos, como administradores del sistema de gobierno, lo que no significa que deteste la democracia, que es el sistema de gobierno. Por el contrario, su rechazo a la política partidaria es, a su vez, una proclama en favor de un sistema capaz de impulsar derechos y obligaciones para todos, siempre desde la base de la libertad, la tolerancia y el respeto, la justicia y la disminución de impunidad. Este sistema es la democracia.

No confundamos. La “apatía política” no es rechazo a la democracia.

Este es el momento para introducir urgentes cambios para solidificar la fe en la democracia. Por qué no empezar, por ejemplo, por la escuela. Incluyamos en el currículo escolar asignaturas que eduquen a los más jóvenes en ciudadanía, derechos humanos y otros valores. Entreguémosles los conocimientos y las habilidades que les permitan intervenir en el debate de los asuntos públicos. De esta manera contribuirían con la construcción de organizaciones políticas confiables, sustentadas en valores y capaces de eregir una república con ciudadanos, que, a decir del historiador Nelson Manrique, ahora no existen en el Perú, pues la ciudadanía supone sujetos autónomos y responsables con derechos, que tienen, como contrapartida, determinados deberes, consagrados unos y otros por las leyes.

Positivamente podemos concluir que los peruanos estamos dispuestos a ser agentes constructores de ciudadanía y robustecedores de la democracia.

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