Personificar a la nación
Por: Carlos Hakansson – El Montonero

El presidente de la República es jefe de Estado y personifica a la nación (artículo 110 CP). Como jefe de Estado electo representa a todos los ciudadanos y debe gobernar atendiendo los problemas, sin discriminar unos con otros ni diferenciar ciudadanos con más y menos derechos. El titular del Ejecutivo gobierna a la luz de las disposiciones constitucionales, por eso debe respetar sus límites y armonizar su plan de gobierno con las normas programáticas en materia de educación, salud, alimentación, desarrollo. No se trata de “refundar la República”, sino de cumplir con los principios y reglas constitucionales.

Si el presidente personifica a la nación, su titular debe reunir un conjunto de competencias para ejercer las atribuciones constitucionales, que no son pocas y demandan gran responsabilidad para conducir los destinos del país. La mayoría de ellas se encuentran en el artículo 118 de la Constitución peruana (CP), pero tiene otras no menos importantes: iniciativa de reforma constitucional, decreta la disolución del Congreso (cumplidas las condiciones establecidas en el artículo 134 CP), puede presentar una demanda de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional y decreta los regímenes de excepción (artículo 137 CP). Por eso, los procesos electorales tienen la finalidad de elegir a la persona más capacitada, al mejor o “menos malo” de los candidatos. El ejercicio del cargo presidencial no convierte a la persona en un estadista, menos si se comprueba que carece de honradez, sinceridad y moralidad, así como de la sagacidad, competencias y liderazgo que debe tener toda persona que ocupa la máxima magistratura.

El proceso de elección presidencial busca elegir a la persona que sea capaz de convocar a los mejores para cumplir con sus funciones como jefe de Estado y gobierno. Por eso, si en una elección presidencial elegimos a la persona que debe personificar a la nación, debemos comprender que se trata de una responsabilidad de ida y vuelta, pues la ineptitud de un jefe de Estado electo es directamente proporcional a la mayoría ciudadana que lo eligió, por lo general en la segunda vuelta y entre dos candidatos finalistas. Si el presidente de la República electo llega al Palacio de Gobierno por los votos ciudadanos de una mayoría, conociendo sus incompetencias y falta de pergaminos para conducir al país, somos responsables de las consecuencias que tendrá esa decisión.

Si la primera vuelta presidencial es el voto de la pasión, por ser el proceso eliminatorio que determina quiénes serán los dos candidatos que irán a una segunda vuelta electoral, polarizar al país en el “ballotage” impide el voto de la razón, que debe caracterizar a la elección en su recta final. Los activistas políticos que fungen de periodistas, los medios de comunicación que desinforman y el establishment académico de técnicos reciclados cercanos al progresismo han sido responsables de conducir a una mayoría para tomar la decisión más insensata en la historia de la República y en pleno bicentenario.

Las marchas, ruidos de ollas y cacerolas, las frases de descontento ciudadano contra las autoridades electas, las encuestas que reprueban la gestión y las duras opiniones de especialistas en medios de comunicación son expresiones legítimas contra un partido declarado ganador con plancha presidencial incompleta, sin vocación y tampoco probada ejecutoria democrática. Un jefe de Estado que se presenta al Congreso para leer un discurso en “piloto automático”, lleno de inexactitudes sobre la inflación, crecimiento y bienestar, con el agravante de sonreír tras su retiro del hemiciclo en medio de abucheos parlamentarios, expone una clara incapacidad moral para ocupar el cargo. Y a la vez, una nula voluntad para dejarlo.

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