Congreso: no es el peor, pero sí el más penoso
Por: Juan Sheput – El Montero

Hace veintidós años, cuando el Congreso –en un ejercicio de realismo– optó por reducir su mandato y convocar a elecciones generales, había en el Perú institucionalidad; incipiente y acotada, pero institucionalidad al fin y al cabo. El Congreso era un reducto de esa institucionalidad, y mantenía una oposición consistente que, durante la década de los noventa, no se la puso fácil ni a Fujimori ni a Montesinos. A tal punto existía esta isla de institucionalidad y democracia que Montesinos tuvo que idear una estrategia para comprar voluntades, construir una mayoría ilegal, destruir prestigios, aniquilando personalidades sobre la base del chantaje.

En cierta medida esta institucionalidad se mantuvo durante los gobiernos de Alejandro Toledo y Alan García. Los problemas de gobierno y los escándalos se zanjaban con la renuncia de los responsables políticos. El sistema de justicia, el Ministerio Público, la Contraloría, el propio Congreso hacían su trabajo. El presidente de la República no se sentía inmune ni protegido por el Congreso, así tuviera mayoría parlamentaria. La fuerza de la opinión pública y un periodismo objetivo y en señal abierta, contribuían a ser la conciencia crítica de la nación.

Con Ollanta Humala empezó el deterioro. De repente analizando cómo los gobernadores ligados al nacionalismo iban cayendo uno tras otro en la cárcel, el entorno y el mismo humalismo empezó a ver que la clave era no solo controlar el Congreso sino también apropiarse del Poder Judicial. Lo lograron. He allí que, con fallos a la medida, con intromisiones irregulares y con fiscalías con miopía, la corrupción se fue apoderando del país.

El siguiente paso fue tomar el control de los órganos electorales. A los políticos incómodos se les pasaba la aplanadora del Poder Judicial; y si la superaban, le cerraban el paso de la competencia electoral. Para estos dos últimos fines apareció un socio convenido y necesitado: el poder fáctico de la información, de los medios de comunicación, que ha jugado un papel nefasto en los últimos años.

Así se llegó a Pedro Castillo, una consecuencia de lo sembrado en los últimos años. Un individuo que se permite decir que el Congreso no lo va a sacar del poder, pues sabe que el Congreso está repleto de individuos que sonríen a las cámaras ante este drama. Un Congreso sin sentido de la historia, sin vergüenza alguna, sin escrúpulos, que se dedica a sobrevivir pues ese es su máximo interés. Un Congreso que no quiere entender que el poder político que tiene puede ser utilizado para librar al país del drama que atraviesa pero que no lo quiere usar porque privilegia sus intereses mezquinos, personales.

No sé si será el peor Congreso de toda nuestra historia; pero sí, con seguridad, es el más penoso. No tener la iniciativa de impulsar una vacancia con seriedad (las dos primeras fueron payasadas, no fueron mociones responsables ni serias) es consecuencia directa de la falta de voluntad política; no por un bien superior, sino simplemente porque no desean abandonar su curul.

El afán de notoriedad bautizó como generación del Bicentenario a una juventud que hizo un papelón dejándose manipular vergonzosamente. Este Congreso, cuyo bicentenario se cumplirá el mes de septiembre, será recordado en la historia como aquel que claudicó de sus obligaciones y responsabilidades de Estado, privilegiando sus pequeñísimos intereses personales. Una vergüenza total.

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