Mariátegui: el fin del racionalismo
Por: Juan C. Valdivia Cano. – El Montonero
El estrepitoso fracaso de las izquierdas peruanas —en todos sus matices— en esta especie de remate final del gobierno de Pedro Castillo, parecen haber replanteado una vez más la necesidad de recuperar el sepulcro de Mariátegui de los heraldos de la razón ortodoxa, dogmática y autoritaria. Y una diferencia del «marxismo de Mariátegui» en relación a dicha ortodoxia es su posición respecto del racionalismo occidental europeo moderno.
Dicha posición tiñe con claridad toda su obra y constituye un eje de explicación de su actitud vital, que él llamó —siguiendo a Unamuno— «agónica». Agonía que implica la enorme tensión de reconciliación de elementos tradicionalmente considerados antagónicos, contradictorios, —mito y razón, política y religión, etc.— hechos uno en el alma mística de Mariátegui. Agonía es, aquí, lucha, no muerte. Lo que expresó la poeta mística Teresa de Ávila en su paradójico «muero porque no muero». Unamuno recupera el sentido etimológico de la palabra, que es su sentido esencial.
¿Pero cuál es la posición de Mariátegui frente al racionalismo occidental? En términos generales se llama racionalismo a la exacerbación o exclusivismo occidental en el uso de la razón (el intelecto, la ciencia, la lógica) como medio supuestamente privilegiado de conocimiento, dejando de lado la voluntad, la intuición, el instinto, entre otras facultades humanas decisivas. Sin ser exclusivo del capitalismo moderno, es en esta etapa que se expresa nítidamente esa exacerbación a través de otros «ismos» que son sus expresiones parciales: «positivismo», «cientificismo», etc.
Para aclarar dicha posición es conveniente revisar, por lo menos a vuelo de pájaro, el camino de la «razón occidental». En cierta manera la historia de la razón occidental es la historia de la paulatina autonomía del intelecto, frente a las demás facultades «no racionales». En cada etapa histórica dicha autonomía adopta formas peculiares, pero siempre en un constante in crescendo paralelo a una sobrevaloración de su papel, por un lado, y a un cierto menosprecio por las demás facultades «no racionales», por el otro.
En cierta etapa del medioevo, por ejemplo, la razón occidental (que, según Ortega, un día aparece en las plazas de Atenas en la forma de un socrático interview) se proyecta en la figura de un Dios «a su imagen y semejanza», es decir, a imagen y semejanza de esa Razón, ahora divinizada. De allí que ya en la Teología, el sentimiento religioso es reducido a ideas y «razones» en las que curiosamente se debía creer. La idea o razón esencial era, por supuesto, Dios, colocado por encima o por fuera del mundo de los hombres, es decir, convertido en pura incorporeidad —en una «razón pura». Probablemente se preparaba así el camino del ateísmo racionalista moderno.
La razón occidental, que a partir del siglo XV deviene burguesa, alcanza casi a identificarse con la existencia misma, con Descartes por ejemplo: «existo porque pienso», pudo haber dicho. Pensar era la prueba del existir. La sobrevaloración de la razón y la ciencia es especialmente notable en esta etapa. En ella se puede hablar en rigor de «racionalismo». Como Federico Engels señalaba, «el mundo parecía andar sobre la cabeza y todo lo que reclamaba derecho a la existencia, tenía que justificarlo ante sus fueros»: ante los fueros de la razón.
La razón occidental no sólo toma el poder político, a la vez que niega el derecho divino del rey; por debajo de cuerda se arroga a sí misma ese derecho y se coloca la misma corona de divinidad. Así se consuma el parricidio burgués. (Se comprende ahora la angustiada voz del judío contemporáneo: «El cielo, desde Pascal, se ha hecho para nosotros silencioso…») A la altura de la época de Mariátegui el racionalismo había dejado de ser exclusivamente burgués, por una suerte de contagio histórico, (cierto evolucionismo, cierto objetivismo positivista, cierto determinismo mecanicista, cierto cientificismo naif en el mundo intelectual del movimiento obrero lo denotan).
El aporte de Mariátegui radica en que su concepción disuelve los antagonismos gnoseológicos del tipo razón-fe, racionalismo irracionalismo, intelecto-vida, materialismo-idealismo. Esos dualismos plantearon, sin resolver, los límites y posibilidades de la razón humana. Pero el dualismo binario es sólo un momento. El dualismo traduce el esfuerzo de reducción o simplificación de la realidad a sus extremos más generales o abstractos, pero, en medio de ellos, esa realidad ofrece siempre la infinita riqueza de los colores, matices y claroscuros del devenir.
Con Mariátegui, bergsoniano instintivo, el dualismo, se esfuma, deviene «monismo». Como él dijo de su amigo Waldo Frank, «el pensador logra una obra de arte y el artista una obra de pensamiento». A él también le cabe perfectamente esa elocuente condensación. Releamos, por ejemplo, su introducción a El Alma Matinal:
«Todos saben que la Revolución adelantó los relojes de la Rusia Soviética en la estación estival. Europa occidental adoptó también la hora de verano, después de la guerra. Pero lo hizo sólo por economía de alumbrado. Faltaba en esta medida de crisis toda convicción matutina. La burguesía grande y media seguía frecuentando el tabarín. La civilización capitalista encendía todas sus luces de noche, aunque sea clandestinamente. A ese período corresponden la moda del dancing y de Paul Morand.
Pero con Paul Morand había quedado ya licenciado el crepúsculo. Paul Morand representaba la moda de la noche. Sus novelas nos paseaban por una Europa nocturna, alumbrada por una perenne luz artificial. Y el nombre que más legítimamente preside la noche de la decadencia post-bélica no es el de Morand sino el de Proust. Marcel Proust inauguró con su literatura una noche fatigada, elegante, metropolitana, licenciosa, de la que el Occidente capitalista no sale todavía. Proust era el trasnochador fino, ambiguo y pulcro que se despide a las dos de la mañana, antes de que las parejas estén borrachas y cometan excesos de mal gusto.»
Ciencia, arte, filosofía. O todo eso y algo más. Tal vez la palabra religión (religare) pueda expresar ese «algo más» con plenitud.
Un aspecto de la obra de Mariátegui se manifiesta en la audacia que muestra frente al problema de la crisis del racionalismo: el uso de los medios no racionales de la mestiza visión del mundo hispanoamericana, que con él toman conciencia de sí y hacen efectivo el trasplante autónomo de los mejores frutos de la razón europea -la liberación del mimetismo, la renuncia del modelo imitado, la gestión de la propia visión.
La América Latina tiene unas pasiones, una voluntad, que no basta con interpretar y objetivar, sino que hay que producir, inventar: poner en escena. Esta fue también la preocupación del mejicano Vasconcelos; su esperanza y su fe en lo que llamó la «raza cósmica». La iberoamericana. Mariátegui es parte del advenimiento de esa raza, de la madurez del mestizaje, de la realización de esa esperanza, de la puesta en escena del mito de Vasconcelos: «por mi raza hablará el espíritu».
La relación entre la Fe y la Razón europeas se había hecho problemática desde la Reforma. La mentalidad escéptica y racionalista no iba con los asuntos de fe. Ni aún gigantes como Spinoza o Hegel, a pesar de su fuerza intelectual, logran remontar cierto panteísmo, a la manera de Albert Einstein, («creo en el Dios de Spinoza»). Ni siquiera en don Miguel de Unamuno, que quiere creer y no cree, que «agoniza», que hace de ese solo problema su razón de vida, su tragedia personal y su obra.
Y Mariátegui citaba a Renán: «Las personas religiosas viven de una sombra ¿de qué se vivirá después de nosotros?». La respuesta de Mariátegui es paradójica, pero positiva; porque Mariátegui cree allende la razón. Y cree porque encuentra una Fe, probablemente en uso de esas facultades «no racionales» propias de su raza y de su clase. ¿Dónde está la fuerza de los revolucionarios? «La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad, es una fuerza religiosa, mística, espiritual».
Religión en su acepción profunda quiere decir re-unión, «religare». El hombre religioso se sabe partícipe de una totalidad infinita y quiere reunirse con ella, consciente de su desgarro: «En mi camino he encontrado una fe -cuenta Mariátegui, en entrevista de Ángela Ramos- eso fue todo, y la he encontrado, porque desde muy temprano mi alma había partido en busca de Dios».
Allí reside tal vez su originalidad. Mariátegui habla de buscar a Dios, en esto se distancia del escéptico, pero no de haberlo encontrado en una iglesia o en una doctrina, como suele asegurar el «creyente», sino en la humanidad entera. De otra manera no se entendería por qué Mariátegui afirma que sin un mito, esto es, sin un objetivo extra-racional y extra-lógico, «la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico». Lo que equivale a decir que no hay sentidos históricos objetivos, son creados y hay que crearlos.
Mariátegui estaba más allá del positivismo, no cabe duda: «Ni la razón, ni la ciencia pueden ser un mito —continúa. Ni la razón ni la ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre». Mariátegui no niega nada; no hay rechazos en su haber. Consecuentemente Mariátegui no recusa la razón; sólo encuentra sus límites precisos: «a la idea Razón la han muerto los racionalistas, el racionalismo no ha servido sino para desacreditar a la razón».
Mariátegui no es tampoco un irracionalista. Como habíamos dicho, en su «análisis» simplemente instrumenta las expresiones más acabadas del espíritu europeo y mundial. Al hacerlo su carne y su sangre lo desaparece como instrumento, como medio exterior, como modelo; se lo incorpora, lo internaliza, lo hace suyo. Pero además, Mariátegui vive plenamente su siglo; el marxismo es un elemento esencial de su visión del mundo, pero no el único; la componen otras fuentes y también sus pasiones, su voluntad, su deseo, todos ellos sin repelerse, consustanciándose en una rica multiplicidad que se concilia con su unidad.
El problema de los límites de la razón ya se había planteado con anterioridad a Mariátegui, dentro y fuera del socialismo: las tesis sobre Feuerbach, el Romanticismo alemán, Hölderlin, Kleist, Schopenhauer, Kierkegaard, Dostoievski, pero siempre sin salir del universo racional europeo, que desemboca en el escepticismo y el nihilismo, o se resuelve trágicamente como en el caso del célebre Nietzsche.
Por eso sorprende en Mariátegui la elegancia con que logra re-ligar método y religión, razón y mística, idealismo y materialismo, etc., disolviendo sobriamente estas dicotomías en su dramatización ensayística: un mito «en carne y hueso», un mito viviente. Alguien que realmente mete su sangre en sus ideas. A través de su obra y su vida logró la comunión de lo más arcaico y lo más avanzado de un pueblo, su religión específica y la vanguardia mundial más lúcida y fina.
Por eso Mariátegui no sólo interpreta ese espíritu sino que lo encarna plenamente. No fue solo un líder político e intelectual más o menos carismático, sino la manifestación del genio moral, del Alma Grande.