En el nombre del pueblo
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán
En el nombre del pueblo se han cometido muchas atrocidades. El vocablo pueblo está sujeto a todo tipo de tráficos. Cuando por ejemplo se invoca el “sentimiento del pueblo”, ¿qué se invoca verdaderamente?; ¿el sentimiento es un ente preciso y mensurable? Los políticos y sindicalistas desde hace mucho tiempo se han autoproclamado los intérpretes del oráculo. Pero ocurre que esta suerte de clarividencia es por lo general falaz. Para poner un ejemplo, los líderes de las manifestaciones de diciembre 2022 que significaron bloqueo de carreteras y demás actos de vandalismo, argumentaban que respondían al sentimiento del pueblo con estos actos reprobables. Si seguimos la lógica de estos dirigentes, el pueblo quiso paralizar el comercio, impedir que las personas se trasladen, destruir el mobiliario urbano, hacer inoperativos los aeropuertos, incendiar industrias. Así, ese mismo pueblo quiso provocar ansiedad, desabastecimiento de gas, pérdida de ventas en el crucial periodo de navidad y así acrecentar la sensación de zozobra en el país. En resumen el pueblo habría deseado fervientemente su propia desgracia. Los lectores oficiales del oráculo han reincidido este 4 de enero del 2023. El puñado de iluminados (hay que recordar que para bloquear la Panamericana Sur se requiere a las justas una treintena de personas) volvió a la carga generando un nuevo desbarajuste. Y los muertos se han acrecentado y la incertidumbre se ha instalado en cada rincón del país. Hay un elemento en nuestra mentalidad que explica esta situación: la vocación del caos. Al peruano, le encanta el caos. Si no hay caos, no hay vacilón. Si no hay chongo, el país no funciona. Este elemento de nuestra idiosincrasia está bien comprendido por los dirigentes sindicales y los políticos. Y lo utilizan indiscriminadamente. Si al contrario de nuestra pasión por el caos tuviésemos una vocación de orden, de bien común, de civilización, quien sabe le quitaríamos el alma al Perú contemporáneo. Y digo bien contemporáneo, es decir siglos XX, XXI. Y es que no ha sido siempre ésta nuestra característica como sociedad. Si revisamos el legado histórico a través de las piedras talladas, de civilizaciones como Caral, Moche, Chavín, Tiahuanaco, Inca; el chongo, la improvisación, la informalidad, no tenían cabida. Para construir una civilización con carácter y originalidad se requiere un orden, una pauta, un respeto, un pacto social, un proyecto común a construir. Los megáfonos, las piedras en las carreteras, los gritos destemplados, las amenazas, no son de ninguna manera un proyecto. Son, lo siento amigos defensores del pueblo, una forma de perpetuar el chongo. Si no me considero un agorero, tampoco intento vestirme con la túnica del reaccionario. La indignación es justa. Los poderes del estado peruano están corroídos por la podredumbre. Nadie se salva. Ni la presidenta de la república, ni el Congreso. Pero tampoco el pueblo. Tampoco nosotros, mujeres y hombres de este tiempo. El concepto pueblo, a pesar de haber sido manoseado desde siempre, ha generado igualmente avances sustantivos en la constitución de nuestra humanidad. Ahí están la Grecia antigua, la Revolución Francesa, la Revolución de Octubre, el Tawantinsuyo. Que lo quieran o no los artesanos del desorden, la ciudad se construye piedra sobre piedra. Cada piedra tiene su camino y razón. Pero una piedra, por más simple y pequeña, puede contribuir y definir una fortaleza. Esta crónica no tiene moraleja. A las justas es un intento para cuestionar la utilización abusiva del concepto pueblo. Sin la pretensión de querer remplazar a los traductores oficiosos, estoy convencido que el pueblo aspira al desarrollo, a la paz a la convivencia en armonía. La indignación es un rasgo saludable en una sociedad cuando se opone a la arbitrariedad y la corrupción. Pero cobra más aún sentido cuando se expresa respetando las libertades fundamentales de cada ciudadano, de cada miembro del pueblo.