Legitimidad jurídica vs Legitimidad social
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán – (Escritor y analista político)

La legitimidad de la Sra. Dina Boluarte como Presidenta de la República es materia de discusión. De una parte, está el lado jurídico, y del otro la opinión de la calle. Desde el lado jurídico no se puede objetar su legitimidad: está descrita en la Constitución y en los reglamentos de las entidades electorales. Desde el lado de la opinión de la calle la cosa es muy pero muy distinta. Sino, los miles de manifestantes que piden su renuncia resultarían ser obra de un absurdo espejismo. La desaprobación, la deslegitimación de la calle es sin concesiones. Frente a una situación semejante vale la pena plantearse la pregunta: ¿cuál de las dos legitimidades es la correcta? O la de la ley o la del anhelo popular. O lo escrito, oleado y sacramentado; o la voz multitudinaria que grita su desaforo. El desencuentro de ambas opciones es sintomático. ¿Cómo la ley puede estar hasta ese punto divorciada de las expectativas del pueblo? Es una de las razones por la que permanecemos en un callejón sin salida. Para la señora Boluarte y quienes garantizan su permanencia en el puesto (el fujimorismo y toda la derecha peruana) lo que cuenta es lo que está escrito en el papel. Y se aferran como si la Constitución de 1993 fuera la Biblia misma. Un texto que no puede ni debe ser revisado, criticado o modificado. ¿Y qué pasaría si a la luz de las evidencias nos percatásemos que la Constitución está mal elaborada, que la carta magna contuviera los gérmenes de un sistema dictatorial y prepotente? No olvidemos que la constitución en cuestión fue redactada inmediatamente después del golpe de estado de Alberto Fujimori, constitución concebida como terno a la medida del ya entonces dictador. Autogolpe, que en la forma, intentó emular Pedro Castillo en diciembre del 2022 con las consecuencias de anarquía que ahora vivimos. Si la ley no regula, no procura desarrollo y no proporciona seguridad, es una pésima ley. Y las pésimas leyes hay que cambiarlas. Es un asunto de lógica elemental, salvo si consideramos que nuestro ordenamiento jurídico es perfecto y por lo tanto está condenado a la eternidad. El asunto se complica cuando, tratando de buscar una alternativa al entrampamiento, entran en juego los intereses personales de la presidenta y los congresistas electos. La cosa se complica más aún cuando las cuestiones de orden ideológico, que se manejan como dogmas, predominan al respecto. La constitución en principio debe expresar un proyecto de país, de nación, en un momento histórico dado. ¿La actual constitución refleja al Perú pluricultural del 2023, en el contexto de la post pandemia del coronavirus, con un panorama mundial donde se mueven nuevas hegemonías? ¿El pueblo en sus diferentes estratos se siente escuchado en sus aspiraciones y sueños? A juzgar por las multitudinarias manifestaciones en las regiones del Perú parece que no. Pero debemos precisar, el gobierno de la señora Boluarte sólo cristaliza el desfase, la desconexión entre la ley y el deseo popular, la incomprensión de las élites gobernantes de las necesidades de las mujeres y hombres de la calle. La señora Boluarte no es el origen del problema, pero sí la expresión más patética de un divorcio consumado entre Estado y sociedad. Sin embargo, las discrepancias patentes no pueden resolverse con el uso de la fuerza, por más que ésta se encuentre contemplada en la ley. La extrema brutalidad de la represión policial ordenada contra los manifestantes, es la palmaria confesión de la incapacidad de los gobernantes para entender las frustraciones históricas del país. Es necesario que la presidenta, ministros y congresistas se deshagan por un momento de sus atavismos personalistas, e intenten más bien tender la mano antes que apretar el gatillo. Deben ponerse en el pellejo del sufrido compatriota. Nuestras autoridades deberían dejar de escudarse en los artículos de una ley obsoleta para permitir se redacte otra, que contenga los principios de un contrato social donde se combine justicia social y desarrollo; respeto a la diferencia y proyecto común; armonía y solidaridad. La legitimidad no sería entonces un asunto de eruditos constitucionalistas, si no una voz multitudinaria henchida de esperanza en la vida

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