A llorar a la lloclla
Por: Juan Carlos Rodríguez Farfán – Escritor y analista político
En el Perú contemporáneo, la planificación es una mala palabra, es un concepto que linda con el tabú. Cuando se habla de planificación, el político se crispa, el ciudadano se inquieta. Sin embargo, todo o casi todo debería ser materia de planificación, desde la economía familiar hasta el presupuesto nacional. Lo que actualmente acontece en Secocha, zona minera de la provincia de CamanáArequipa, con los huaycos que han provocado lamentables pérdidas humanas y materiales, debería animarnos a reflexionar sobre la necesidad de revertir este tabú. Pues, la planificación debería ser sinónimo de prevención, de racionalidad en la gestión de recursos y riesgos. Planificación debería rimar con diagnóstico severo en busca de un desarrollo sostenido. Pero lo que se practica en este país es exactamente lo contrario. Los asentamientos humanos, que luego se convierten en poblados y finalmente en ciudades se van estructurando en la improvisación y en el desorden más absolutos. Y no es necesariamente por falta de recursos ni profesionales competentes para diseñar proyectos urbanos coherentes y viables. Así vamos construyendo asentamientos mineros insalubres, territorios donde reina como ley la desidia y la fealdad. Porque hay que ser sinceros, ¿quién puede sostener honestamente que lo que ha producido nuestra modernidad (siglo XX, siglo XXI) en términos urbanísticos es hermoso y funcional? Si con las primeras lluvias de febrero, las calles se inundan, los buzones de desagüe colapsan y los techos se convierten en coladeras, hay algo que no está funcionando, hay algo que no se ha hecho bien. En cuanto a la estética tampoco hay que ser erudito en arquitectura para percibir que en la mayoría de los distritos, a parte de las construcciones antiguas (coloniales y republicanas que en número son ínfimas) y algunas urbanizaciones residenciales el resto es feo. Y sin embargo en Arequipa provincia poseemos hasta cinco universidades que forman arquitectos. ¿A qué se dedican los batallones de flamantes especialistas en la organización del espacio y el territorio? ¿Qué hace que no puedan influenciar para que los terrenos ocupados tengan un mínimo de funcionalidad y belleza? La poca importancia acordada a los arquitectos está en relación a un complejo muy peruano. Cualquier ciudadano, se cree, por mitomanía exacerbada o tacañería mental: arquitecto, el poblador normal prefiere dibujar en la tierra o en un papel percudido, el esbozo de lo que será su casa, antes que convocar y menos pagar a un especialista que se quemó las pestañas estudiando a Gaudí o a Le Corbusier. Esta actitud es paradójica, pues el peruano contemporáneo se desvela por hacer de sus hijos profesionales, se desvive literalmente en pagar jugosas pensiones a escuelas, colegios y universidades con la esperanza de que el vástago tenga un “mejor destino que el suyo”. Pero cuando el vástago en cuestión, termina sus estudios y está en posibilidades de ejercer su profesión, no lo toman en cuenta. En la vida real, el profesional está cotidianamente condenado a recordar a la sociedad, a los padres y otros semejantes que es una persona capaz y que puede ejercitar conocimientos y talentos. Y, detalle adicional, que para contratarlo hay que pagarle. Los embates de la naturaleza, el huayco y otros avatares pueden ser menos dramáticos si se anticipan a ellos, de eso trata la planificación, pero para esto se requiere contar con planes de ordenamiento territorial, además de una actitud personal y colectiva para evitarlos o aminorar el impacto del desastre natural. Parafraseando a Gian Giacomo Trivulzio, para ganar la guerra contra el subdesarrollo se requieren tres cosas: planificación,: planificación y planificación. No se trata de ser indiferente al dolor humano actual de la gente que ha visto arrasada casa y vida, de todas maneras la compasión en este mundo es igualmente aceptable desde el helicóptero de una presidenta que no logra distribuir agua potable entre los damnificados, como la de aquellos que invocan oraciones salvadoras vía Facebook. Sin embargo es nuestra responsabilidad reflexionar sobre causas, consecuencias y eventualmente soluciones más allá de patéticas e insoportables empatías posteriores al desastre consumado.