EL RAYO FULMINANTE
Por: Orlando Mazeyra Guillén

Un relato sobre la inspiración y la esperanza. Un deseo en el pozo del Convento de Santa Catalina

—Por más que lo intenté durante toda la noche… no pude terminar la carta que te había prometido —te informa Nancy—. Y sencillamente no la terminé porque no encuentro las palabras para expresar lo que siento por ti, ¿me entiendes?

—Sí —asientes decepcionado—, te entiendo.

—Yo te amo con intensidad y de manera constante —afirma ella—. Eso es lo más importante.

—Está bien.

—Contigo trato de hacer mi mejor intento pero me abruma un poco pensar que no te gustará lo que yo llegue a escribir. Una carta para mí no es cualquier cosa, y menos si te la quiero dar a ti.

—Tampoco exageres —le dices de mala gana—. No te estoy obligando a escribirla.

—¡Entiéndeme! —exclama alzando la voz—. Me encantaría pedir que un rayo fulminante caiga del cielo… uno de esos que inspiraba a los elegidos y les permitía escribir textos maravillosos y reveladores, pero no yo no puedo… tomo una hoja en blanco y me asusto, me dan muchos nervios. Contigo no sé por dónde empezar.

—Por el principio —le dices con mala leche—. Anímate.

—Yo he leído todas tus historias con legítimo interés, las recorto y las guardo en un pequeño baúl de madera que me regaló mi papá. Te he leído y te he releído.

—Gracias.

—Orlando, tienes que saber que nadie te ha leído así. Y no es porque yo sea la mejor lectora ni nada por el estilo, sino porque siento que me enfrenté a un león. El profesor Tito Cáceres, cuando éramos cachimbos, siempre repetía en clase “hay libros que nos devoran, son como leones, justamente esos son los que nos cambian la vida”… él lo decía porque ningún huevón del salón se quería soplar El Quijote y, bueno, yo tampoco pude a los dieciocho años. Me costó mucho, tanto como me está costando llegar a ti.

—¿Por qué te cuesta tanto? Dilo de una vez.

—Me pregunto quién eras tú y quién eres ahora que te tengo a mi lado. ¿Cuánto cambiaste? ¿Yo en qué medida te ayudé a cambiar? ¿Acaso algún día por fin te podré hacer feliz?

—Espero que sí.

—Para hacerte feliz, Orlando, tienes que entender que no puedes ni debes compararme con Micaela. Sé que cuando me haces el amor no piensas en ella, pero a veces dices algunas cosas que me descuadran y me hacen sentir muy mal… quizá la mejor manera de dejar tu pasado atrás sea con una tercera persona.

—¿Qué hablas? —le preguntas sobrecogido.

—Yo creo firmemente que el día en que en mi vientre haya un hijo tuyo alimentándose de mí, de mi amor, del tuyo, ¡de nuestro amor!, por fin lo habremos logrado.

—¿Es necesario ser padres para lograrlo?

—Nunca nadie te querrá tanto como yo. Y por eso quiero trascender contigo. ¿Tú?

—También.

—Pues tú sabes que “para siempre” es hoy… pero todo cambiará el día en que ya no seamos dos sino tres.

—Todo esto me parece muy precipitado —le confiesas.

—Es que estar contigo es como subirse a una montaña rusa, Orlando.

—Gracias por lo que me toca…

—Quiero hacerte una pregunta, ¿puedo?

—Claro.

—¿Qué pediste en el pozo de los deseos del convento de Santa Catalina?

—No te lo puedo decir, ¿comprendes?

—Comprendo perfectamente. Ojalá sea lo mismo que yo pedí… Quién sabe, ¿no?

—Yo, en realidad, no creo en los pozos de los deseos… ya no creo en nada.

—¿Qué te ha hecho esa mujer para tenerte tan cagado? —pregunta perdiendo los papeles.

—Nada. Ella ya no me importa.

—Y si yo te hago feliz, ¿qué pasará?

—No te entiendo…

—Si la saco para siempre de tu vida, ¿qué harás? ¿Sobre quién escribirás?

—Sobre ti, sobre nosotros, sobre las horas que pasamos juntos.

—Tendrá que ser un libro como un león, Orlando. ¿Te atreverás?

Te quedas quietísimo y callado. ¿Un libro como un león? ¿Podrás? De pronto, recuerdas aquella tarde en el pozo de los deseos del convento de sillar: tomaste una moneda de un sol y la pusiste en sus manos. Ambos la lanzaron al fondo y luego se dieron un beso.

Ella pidió un hijo, lo sabes. Ahora lo tienes clarísimo.

Tú, en cambio, pediste un libro: díselo de una vez. Ella merece saberlo. “Será sobre ti”, piensas para tus adentros y muchos fantasmas asoman: uno a uno, lentamente… y van saliendo del pozo de los deseos. Sólo falta que Sor Ana de los Ángeles de Monteagudo, la beata milagrosa, te señale e inapelable te envíe al infierno.

—Mañana tendrás tu carta —te lo promete entusiasmada—: voy a escuchar a ColdPlay para inspirarme.

—Está bien —y, sin pedir permiso, aparece Micaela escuchando “Fix You” de Coldplay con su novísimo Ipod. “Yo te voy a reparar, Orlando”, te dice en aquella remota primavera del 2005 y tú, una vez más, te echas a llorar. Los leones no lloran, algún día lo entenderás y por fin estarás listo.

Más pronto que tarde, un rayo fulminante caerá del cielo. Ocurrirá cuando menos lo esperes: traerá un niño o tal vez un libro con una historia sobre el pozo de los deseos del Convento de Santa Catalina. Mientras tanto te seguirás muriendo de miedo porque ahora podrías estar, cara cara, con el amor definitivo. Y lo definitivo también asusta sobremanera, ¿verdad?

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