CASCABELES
Por: Elard Serruto
(Hace un año. Había una vez una fiesta…)
Distante y esférico, como el latido de un gigante corazón, escucha los golpes rítmicos del bombo de una banda de músicos. Ella sigue dormida, y hay mucho de naufragio en ese reposado perfil sobre la almohada colorida. ¿A qué danza pertenece esta muchacha? Un diminuto ideograma oriental tatuado detrás de la oreja que no puede descifrar, y donde cuelga un elaborado y dorado pendiente en forma de una zampoña, lo despista todavía más. Sin embargo, le recuerda un viejo haiku: “La bailarina / sueña con recordar / toda su vida”.
Un temblor en sus dedos abandonados al sueño, largos y translúcidos de uñas afiladas con diminutas calaveras, le hace pensar en campos abiertos de flores amarillas, y cielos atiborrados de nubes en anuncio de lluvia.
¿Es un carnaval la danza que bailaba esta muchacha? ¿Una demorada danza de guerra? ¿Una vigorosa danza de siembra? ¿Una lenta y adormitada danza de amor? Su traje informe, de telas austeras y coloridas al costado de la cama a ras del suelo – tres mil ochocientos metros sobre el nivel del mar- son como otro cuerpo dormido, como otro lenguaje y otras palabras. ¿Hablará una lengua perdida del lago? Un extraño pudor lo detiene para no tocarla, diferente a ese cuerpo ligero que se abrió como otra danza en la penumbra movediza del refugio —Distante y esférico, como el latido de un gigante corazón, se dejaban escuchar los golpes rítmicos del bombo de una banda de músicos— y en el galopante y apretado silencio del goce, ella solo dejó escapar dos veces una palabra en un idioma que no entendía. Una palabra que tenía la resonancia de la lluvia, o la imagen de la contemplación de las altas montañas. Las mismas que seguramente lo acompañarán durante mucho tiempo, en su andariego camino por el mundo.
Eso pensaba, mientras entraba a la ducha y se entregaba a un furioso chorro de agua caliente, imaginando la ciudad en la madrugada y sus danzantes en la orfandad del final de la fiesta. Cuando salió del baño – la melancolía es la luz oxidada o de ceniza mordiendo la ventana- no encontró a la muchacha. En su lugar, en el vasto desorden de las sábanas rojas, un par de cascabeles en una cinta verde, reposaban en lo que parecía una enorme y solitaria cama a la deriva.