GERANIOS
Por: Elard Serruto

¿Adónde viajan las flores cuando uno se marcha?

En la casa de la madre, los humildes geranios en los maceteros, parecen abrir sus pétalos como bienvenida. Se encienden de luz, y se agitan bajo las amplias ventanas. Y en medio del cansancio viajero, uno las escucha hablar con una voz muy pequeñita, del visitante y sus botas fatigadas que ha entrado silbando a la casa en la serena madrugada. Los geranios, que la madre —cuando llega— trata como niñas y les habla con esa voz muy pequeñita que ellas han aprendido, mientras las libera del polvo y las prodiga de espléndidos abanicos de agua, conversan alegremente en la ligera tarde de lluvia.

No es difícil advertir que no solo han aprendido a modular la voz de la madre, sino también las palabras que solo ella podría utilizar para referirse a la bendición de la lluvia, al abandono de la casa como si fuera un pariente olvidado, y al patio y sus rincones, donde la ausencia parece haber inventado un juego de melancolías arrimadas en un balde, un lavador.

Los geranios esperan a la madre, porque el visitante que les ofrece un poco de agua como si fueran pájaros, les hablará con esa voz errante y sin variantes que no corresponde a ningún lugar, y ellas se quedarán calladitas, para murmurar apenas se dé vuelta.

La madre de los geranios llama por la noche, una llamada por teléfono como si viniera del fondo del mar, y antes que preguntar cómo está él, pregunta por sus niñas coloridas. El visitante, que mira los geranios a través de la cortina sin que se den cuenta, le responde con una larga sonrisa: “Ahí…cada vez más malcriadas”.

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