PARA RENOVAR EL MUNDO
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
Lo propio del cristiano es vivir en comunión con Dios y con el prójimo. Esta comunión implica participar de las alegrías y de los sufrimientos de los demás, como si fueran nuestros (Rom 12,15). Esto es posible en virtud del Espíritu Santo, que hemos recibido en el bautismo y que seguimos recibiendo en la medida en que participamos en la vida de la Iglesia. El amor de Dios, infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, nos capacita para no vivir encerrados en nuestros propios intereses sino salir al encuentro de los demás. El Espíritu Santo rescata al hombre de la indiferencia que muchas veces se instala en su corazón y termina recluyéndolo detrás de los barrotes de la cárcel del propio “yo”.
En esta cuarta semana de Cuaresma, para poder avanzar en el camino que nos conduce a la Pascua sería conveniente que nos preguntáramos cómo está nuestra relación con los demás, empezando por las personas que nos están más cerca: el esposo, la esposa, los hijos, los abuelitos, los padres, etc. ¿Cómo van nuestras relaciones en el hogar y en la familia? ¿Compartimos alegrías y tristezas? ¿Nos apoyamos mutuamente? ¿Los padres saben lo que hacen sus hijos, qué programas ven en la televisión, qué amigos frecuentan y qué hacen a través del internet o cuando salen de casa? Y los hijos, ¿saben cómo les va a sus padres en el trabajo? ¿saben si se sienten satisfechos con su vida, si se sienten amados por la familia? ¿Visitamos y honramos a nuestros familiares ancianos y enfermos? Preguntas similares nos podemos hacer respecto a las personas con quienes trabajamos o nos relacionamos por otras razones. ¿Tenemos una relación cordial con ellos? ¿Vivimos relaciones de amistad con los compañeros de trabajo? ¿Nos ayudamos mutuamente entre los vecinos del mismo barrio? En síntesis, ¿nos amamos los unos a los otros?
Si nos detenemos a pensar en estos asuntos es posible que nos demos cuenta de que muchas veces nuestras relaciones son frías y superficiales. Falta amor y, por eso, aunque tengamos resueltos otros aspectos de nuestra vida, no nos sentimos plenamente satisfechos. En síntesis, hacer el bien nos hace bien; y, haciendo el bien, hacemos presente el amor que es el mejor antídoto contra el mal. La Cuaresma, que estamos viviendo en estas semanas preparatorias para la Pascua, es un tiempo oportuno para optar por el bien y decidirnos a hacer algo por mejorar la sociedad y el mundo en el que nos ha tocado vivir. En particular, relacionarnos con los pobres y con los que sufren es el mejor modo de no caer en la indiferencia que nos lleva a cerrarnos en nosotros mismos, porque la cercanía al sufrimiento nos recuerda que, en el fondo, todos somos vulnerables y ninguno es omnipotente. La victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte, que celebraremos en la Semana Santa que se avecina, es la garantía de que el mal no es la última palabra y de que, si así lo deseamos, también en nosotros se puede dar esa victoria sobre el mal, no por nuestras propias fuerzas sino por el poder de Jesucristo que ha resucitado y está dispuesto a darnos el Espíritu Santo que nos transforma desde dentro y nos capacita para renovar el mundo.