La Misericordia de Dios
Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
Durante el Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II instituyó el segundo domingo de Pascua como “Domingo de la Divina Misericordia”. Cumplió así con el pedido que el mismo Jesucristo hizo varias décadas antes a santa Faustina Kowalska, a quien eligió para iniciar en la Iglesia esta devoción derivada del ser íntimo de Dios que es «rico en misericordia» (Ef 2,4). Por entonces, la humanidad sufría los estragos de la primera guerra mundial: muertes, odio, pobreza e incertidumbre. Además, Jesús sabía que se acercaba la segunda guerra mundial y que la humanidad se iba a alejar cada vez más de Dios y hacer el «mundo de hoy, donde existe tanto mal físico y moral como para hacer un mundo enredado en contradicciones y tensiones» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 11). Sabía también que se acercaba el tiempo en el que, «en una cultura frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican las formas de tristeza y soledad, en las que caen muchas personas, entre ellas muchos jóvenes» (Francisco, Misericordia et misera, 3).
En esas circunstancias, en el año 1933 Jesús le dijo a sor Faustina: «mira mi corazón misericordioso…las llamas de la misericordia que quiero derramar sobre las almas». En 1935 le volvió a decir: «mi corazón está colmado de gran misericordia para las almas y especialmente para los pobres pecadores», y en 1937: «deseo darme a las almas y llenarlas de mi amor» (Diario, 177; 367; 1017). Así, anticipándose al vacío profundo que experimentaría el hombre posmoderno después de decretar la supuesta muerte de Dios y endiosarse a sí mismo, Jesús le pide a santa Faustina: «habla al mundo entero de mi bondad» (580). Misión esta que, como escribió Juan Pablo II, la Iglesia tiene mayor deber de cumplir cuando la conciencia humana más ignora lo que es la misericordia y más se aleja de Dios; pues justamente es cuando el hombre más necesita el anuncio y el testimonio «del amor que es más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado y que todo mal, del amor que eleva al hombre de las caídas graves y lo libera de las más grandes amenazas» (DM, 15). En palabras del Papa Francisco, hoy más que nunca el mundo necesita testigos del amor misericordioso de Dios, para deshacer las quimeras que prometen paraísos artificiales y llenar el vacío profundo que estos dejan en quienes creen en ellas (MM, 3).
La misión salvífica que Jesucristo le ha encomendado a la Iglesia a favor de los hombres, especialmente de los más pecadores, exige que esta haga presente el perdón de los pecados que nos es dado en Cristo crucificado y resucitado que nos revela el amor misericordioso de Dios; porque «la misericordia es esa acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida», ya que «una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera» (MM, 1-2). De ahí que Francisco hable tan a menudo de la misericordia de Dios, para que nadie caiga en la desesperanza sino que todos puedan decir: «¡Jesús, en ti confío!», como el mismo Jesús lo pidió a través de santa Faustina Kowalska con el deseo de hacernos partícipes de su vida divina.