PENTECOSTÉS
Por: Javier Del Río Alba Arzobispo de Arequipa
Este domingo celebramos Pentecostés, una de las fiestas más importantes del año litúrgico. En ella, al mismo tiempo que hacemos memoria del envío del Espíritu Santo a la Iglesia naciente hace casi dos mil años, experimentamos que ese mismo evento se actualiza en el hoy histórico de la comunidad creyente. Pentecostés es el fruto y el culmen del misterio pascual de nuestro Señor Jesucristo. Como decimos en el Credo, el Verbo eterno de Dios, que es la segunda persona de la Santísima Trinidad, bajó del cielo y se encarnó en la Virgen María «por nosotros y para nuestra salvación». Este Verbo encarnado, que es Jesús de Nazaret, a través de su muerte en la cruz pagó por nuestros pecados y nos reconcilió con Dios. Sin embargo, esto que de por sí es ya un don no nos hubiera servido de tanto si al mismo tiempo no nos hubiera capacitado para vencer las tentaciones y recorrer en este mundo el camino que lleva a la vida eterna, que está compuesto por obras concretas de amor a Dios y al prójimo. Jesús, con su vida, pasión y muerte, nos enseña el camino para llegar al cielo, y con su resurrección y el envío del Espíritu Santo nos capacita para recorrerlo.
Como hace unos años escribió el Papa Francisco: «El Señor nos pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados». Esa verdadera vida y felicidad comienza en este mundo y se llama santidad: «Él [Dios] nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada» (GE, 1), sigue diciendo el Papa y nos recuerda también que «todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» (GE, 14). Esto es posible no por nuestras fuerzas sino por el don del Espíritu Santo que hemos recibido por el bautismo y seguimos recibiendo a través de los demás sacramentos y por otros medios, algunos de los cuales sólo Dios conoce, con los que no deja de darnos la posibilidad de participar en su vida divina, es decir en su propia santidad.
Con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés culminó el proceso de fundación de la Iglesia que el mismo Cristo comenzó con la llamada de los primeros discípulos. A lo largo de los tres años de su vida pública, Jesús fue fundando su Iglesia para que, cuando Él ya no estuviera visiblemente presente entre nosotros, continuara su misión de anunciar al mundo el amor omnipotente de Dios, lo hiciera vivencial en la liturgia y diera testimonio de él a través de obras concretas en la vida cotidiana de sus miembros. El Espíritu Santo rejuvenece constantemente a la Iglesia y, habitando en ella y en el corazón de los cristianos, hace posible que lleve a cabo la misión que le ha sido confiada por su fundador. Viviendo en medio del mundo que cada vez sufre más por haberse alejado de Dios, los cristianos necesitamos ser permanentemente purificados y santificados para ser, en medio de ese mundo, un signo visible y eficaz de amor y unidad. La celebración anual de Pentecostés es la ocasión propicia para que nos abramos al don del Espíritu Santo que viene a saciar nuestra sed de felicidad y vida eterna.