EL CUARTO DE SILLAR
Por Orlando Mazeyra Guillén

Las herencias muestran la verdadera cara de las familias

Después de muchos años la familia de Santiago volverá a juntarse. No se encontró mejor motivo —o pretexto, alguien diría: «lugar común»— que bautizar a la única nieta de sus padres: ella se llama Martina como la abuela.

            Y, por supuesto, es la abuela la más entusiasmada. Por eso decide redecorar la vivienda —muebles nuevos en la sala, un par de cuadros de dudoso gusto, flamantes cortinas, adornos de mesa extrañísimos— y, cómo no, volver a pintar la fachada de la casa de los Sologuren. Se trata de una vieja y malsana costumbre. Atroz reincidencia. Ahora también quiere echar abajo el viejo cuarto de sillar para construir un enorme edificio.

            —Estamos perdiendo mucha plata —le informa a su hijo la señora Martina Sologuren—. Javier me ha dicho que me puede conseguir un préstamo del banco para construir cinco departamentos en pocos meses y luego los alquilamos. ¡Imagínate!

            Javier es un sobrino predilecto, o mejor dicho, un ave de rapiña que sabe hacer buenos negocios. A veces resulta y todo va espectacular (tiene contactos en inmobiliarias, en bancos y en no pocas organizaciones de dudosa fama). En otras ocasiones la cosa se pone fea y las deudas, las hipotecas y un sinnúmero de cosas innombrables terminan enfermando —hasta matar, esto es literal— a la gente que hace negocios con él. Se trata, pues, de un arma de doble filo.

            —¿Confías en Javier?           

            Ella mira a su hijo Santiago, en silencio, como diciendo: «confío más en él que en ti». Es un semblante transparente. Terriblemente auténtico.

            —Es excelente en lo que hace.

            —Buenos negocios —afirma él con cierto retintín que no puede atajar.

            —Si yo tuviera visión para los negocios, hace años hubiera echado abajo ese vejestorio que es el cuarto de sillar…

            —Ahí han vivido tus bisabuelos, toda la familia Sologuren.

            —No me vengas con esas sensiblerías porque tú bien sabes que ahora sólo sirve para que tu padre guarde tonterías. Se ha vuelto un almacén de cosas que nadie necesita: llantas viejas, tocadiscos malogrados, libros apolillados que nadie lee.

            —¿Y tú cómo sabes que papá no lee esos libros?

            —Me extraña que te pongas a su favor, él tampoco quiere que toque el cuarto de sillar. ¿Qué les pasa? Ahora los dos están en mi contra.

            —No estoy a tu favor ni en tu contra. Simplemente te estoy haciendo una pregunta, mamá.

            —Lo que pasa es que en ese cuarto tú…

            —En ese cuarto, yo nada —la interrumpe alzando la voz.

            —Te voy a decir la verdad: si hago el edificio con cinco departamentos —ella empezó a soñar—, entonces le daré uno a cada hijo. A los cuatro y el último será para mí o para mi nieta Martina. Mis cuatro hijos y yo por fin viviendo tranquilos y en su propio espacio: ¡independientes!

            —Tus hijas ya se fueron, mamá —le recuerda Santiago—. No volverán.

            —¡Ahora vuelven! Por eso estoy arreglando toda la casa.

            —Vienen por unos días, eso es todo. Luego seguirán con su vida en los Estados Unidos. Ya no eres parte de sus vidas.

            —¿Cómo te atreves a decir eso? —le pregunta indignada—. ¿Tú sabes lo que significa para mí que mi única nieta venga a bautizarse? Esa criatura me ha cambiado la existencia. Hasta me siento mal de no poder verla todos los días… está tan lejos de mí.

            —Entonces vete a vivir a Estados Unidos con mi hermana y disfruta de tu nieta. Si eso es lo que quieres, ¡hazlo y no pierdas el tiempo!

            —¿Lo dices en serio?

            —Claro que sí. Ya estás jubilada. Si quieres disfrutar de tu nieta tienes todo el derecho. Vete a San Francisco y deja intacto ese cuarto de sillar.

            —Lo que pasa es que en ese cuarto tú te encerrabas con ella. En ese cuarto hacían…

            —¡Cállate, mamá! ¡Cierra la boca! ¡No me jodas!

            —Al final no sé por qué tanto te quejas de tu padre si eres un sentimental como él.

            Y aquel remotísimo sábado por la noche, ambos estaban a oscuras en el centenario cuarto de sillar que ahora su madre quiere echar abajo. Veían la película irlandesa de Jim Sheridan basada en los Cuatro de Guildford y los Siete de Maguire. El padre de Gerry es arrestado al igual que su hijo y son acusados de terroristas. ¡Nada más alejado de la realidad! Comparten prisión y una relación tormentosa. Por culpa del hijo el padre morirá en la cárcel. La escena es tristísima: los presos, a manera de homenaje, encienden en sus celdas trozos de papel y los lanzan por las ventanas. La imagen es inolvidable. Perenne como pocas cosas de la vida. Leticia llora, Santiago deja de ver la película —pues ya la ha visto antes y ahora quiere compartirla con ella porque la ama— y se detiene en su semblante: las lágrimas van descendiendo lentamente. Quizá necesita un abrazo. Un «no pasa nada, Leticia, es sólo ficción… es una película». Pero no es así: es la vida misma.

            —Me acordé de papá —le dice Leticia a Santiago al final de la película—. Gracias por hacerme verla. El título es perfecto: «En el nombre del padre».

            —Gracias a ti por permitirme verla contigo —le dice luego de encender la luz de la habitación de sillar. Se darán un beso intenso y demorado. Pero no harán el amor como en otras ocasiones. Ese cuarto, mudo testigo de lo que fue… pero ya no será.

            «Ella me eligió, ella es mi única familia», piensa Santiago enceguecido por la nostalgia, el desasosiego y el férreo deseo de que no toquen aquella guarida de los amantes furtivos.

            —¿Qué le vas a regalar a tu sobrina Martina? —le pregunta su madre.

            —Nada —le dice Santiago—. Tú deja que crezca un poco y que cuando vuelva conozca el cuarto de sillar y sepa que ahí vivieron los Sologuren.

            —Al menos irás al bautizo. ¿Lo harás por mí, hijo?

            —No. Yo no creo en Dios y, además, nadie me pidió permiso para bautizarme.

            —¿Ni siquiera irás por tus hermanos?

            —Tampoco —y recuerda que el mejor bautizo que presenció en su vida fue el del hijo de Connie, la hermana de Michael. Nadie superará al bautizo de un Corleone. Sí, esa es la familia que él siempre anheló.

            —¿Odias a tu familia, Santiago?

            —No se puede odiar lo que no se tiene —le dice mientras sigue recordando el llanto de Leticia: su única familia, su pareja muerta por culpa de un accidente de carretera (en la quebrada del Toro). A Santiago sólo le interesa volverse a juntar con ella, así sea en las ruinas del cuarto de sillar. Sin fachadas nuevas, sin cuadros feos, ni adornos o cortinas que ocultan vacíos insondables. «Ojalá este reencuentro de mierda se pase rápido», piensa en voz alta y ahora las lágrimas son de su madre. El remate es violentísimo: «¿Por qué no invitas a Javier al bautizo? Él sí es de tu familia y además le hará un regalo magnífico a tu nieta con el uñazo que le metió a la herencia de mi abuela María».

               Recuerda las disputas. Las llamadas telefónicas y los insultos, todos arañándose por la mejor parte de la herencia: su primo Roberto era el peor de todos, pero su tío Felisberto y sus hijos no se quedaban atrás. ¿Una familia de verdad podía sacarse las entrañas por una herencia? No, claro que no. ¿Por qué esas escorias estaban vivas y, en cambio, Leticia muerta? El mundo era cruel y Santiago no lo podía soportar. Pero algo sabía de la vida: las herencias (grandes o pequeñas) muestran la verdadera cara de las familias. Por eso él se cagaba en las herencias y pensaba, atribulado, en su abuela: «¡Ay, mamá María: si los vieras no les hubieras dejado ni un vaso con cocimiento!».

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