¿Reemplazar una casta por otra?
Por: Christian Capuñay Reátegui

El economista Javier Milei, ganador de las primarias argentinas, plantea propuestas extravagantes. Entre las más comentadas se encuentra la de “dinamitar” [cerrar] el Banco Central de Reserva, reducir el número de ministerios, dolarizar la economía, eliminar la educación sexual integral, liberalizar la venta de armas y solucionar el problema de la falta de donantes de órganos humanos con las técnicas propias del mercado, es decir, permitir su venta.

Al margen de si hay reales probabilidades de cumplir sus promesas, Milei también ha hecho suya una retórica muy agresiva contra los partidos de su país a cuyos dirigentes acusa de ser una “casta parasitaria, ladrona e inútil”, por lo que promete “sacarlos a patadas” apenas gane las elecciones “para evitar que continúen robando”.

Su discurso, por más extravagante, díscolo y contradictorio que parezca, no debe ser soslayado, no porque en el fondo sea atendible, sino, más bien, por el riesgo que implica para el sistema democrático argentino y en general del subcontinente.

Como toda persona medianamente informada conoce, los partidos políticos contribuyen a sostener toda democracia. Por tanto, cuando estos se deterioran o, peor aún, si colapsan, los sistemas democráticos sufren graves problemas.

Un ejemplo es lo ocurrido en Venezuela, donde Hugo Chávez hizo de la crítica hacia el partidismo uno de sus argumentos principales para ganarse el respaldo de la población descontenta ante la incapacidad de la democracia de atender sus demandas.

Ocurrió también en el Perú, cuando Alberto Fujimori desplegó a inicios de su régimen una campaña de satanización contra los “partidos políticos tradicionales” cuya intención real era allanar el camino para el gobierno autoritario diseñado en pared con el Servicio de Inteligencia Nacional de la época.

No se puede reemplazar una casta por otra. Cambiar la “casta partidaria” por una casta de líderes personalistas que desprecian la institucionalidad ocasiona un daño muy difícil de reparar, como lo hemos comprobado en nuestro país.

Las “castas partidarias” deben quedar desfasadas no por decreto o por la acción de un caudillo con dotes histriónicas, sino por el proceso dinámico en el interior de los propios partidos. Lo correcto, al contrario de lo que propone Milei, sería ayudar a fortalecer estos grupos mediante medidas puntuales que contribuyan a convertirlos en verdaderas bases de la democracia.

Actuarían con prudencia los argentinos si analizan la experiencia en otros países antes de animarse a tomar un camino que a la larga puede generar más problemas que soluciones.

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