NO OLVIDEMOS ALIMENTAR AL ESPÍRITU
Por Juan Manuel Zevallos Rodríguez – Psiquiatra y Magister en Salud Mental del Niño Adolescente y Familia.
Hoy en día las personas han dejado de creer, la racionalidad del mundo, la cultura del egocentrismo creciente y los logros de la tecnología nos están volviendo más inhumanos, seres pocos comprensivos y entes violentos, agresivos e impositivos.
Los conceptos de solidaridad y de entrega en busca del bien social han sido relegados por la competitividad agresiva, aquella que busca el bienestar egoísta de las personas.
Decimos llenos de vanidad que ya no creemos en un Dios ya sea porque caemos en la ignorancia de que “mis sentidos no lo perciben, no lo puedo ver, tocar y menos oír”, o quizá para graduarme de ilustrado esgrimimos con falacias una explicación metafísica que eleva más el ego y encierra en el sótano de los lamentos a la humildad.
Alguna vez alguien me preguntó si creía en Dios y yo solo respondí “creo en mí, creo en ti y en todo aquello que me rodea, entonces creo en Dios”. No creer en Dios significaría no darle valor a mi vida y quitarme la oportunidad de vivir a plenitud. Me imagino por un momento una vida vacía sin un “por qué vivir” y luego por unos instantes comprendo e interiorizo el por qué tanta gente en el mundo hoy está sufriendo; claro, todo es tan fácil de entender, ellos han perdido la esperanza, no tiene la capacidad de soñar y menos la voluntad de comprometerse con su vida. No hay “un por qué”, se han olvidado que son las criaturas más importantes de la creación, han echado al olvido sus dotes, capacidades y virtudes.
La gente deambula hoy por las calles y parece dormida, atontada o confundida. Otros viven apresurados, chocándose unos con otros, golpeando, imponiendo, gritando o, finalmente de un modo u otro, lastimando.
Los seres humanos vivimos confundidos, aunque nos cueste aceptarlo. Muchos aún no han podido interiorizar cuál es su rol en la vida, otros tantos hacen labores y ejecutan trabajos tan alejados de sus capacidades innatas y unos cuantos se desangran en actos de violencia incomprendida.
Es difícil poder poner paños fríos a una situación de conflicto tal en donde el amigo de ayer pasa a ser mi enemigo o mi competencia hoy. Los arrebatos de ira se reproducen por las calles y por los senderos de la existencia personal, las cadenas de violencia imperan en los centros de labor y la incertidumbre de aquello que desconocemos irrumpe en el consciente de la gente y ésta se intimida y llora.
Nos hemos olvidado de tantas cosas, nos hemos olvidado de ser solidarios y de pensar también en el sufriente que está a nuestro lado. Avanzamos por la vida al ritmo de un paso doble, con la frente reflejando el cielo y la mirada extraviada en algún sueño perdido.
Creemos que somos “lo único” que vive en este planeta y no importa si lo destruimos. Creemos que todo será eterno y caemos en un nuevo error de cálculo. Todo en esta vida finita es finito, todo es temporal y pasajero, y por ello mismo, todo es tan valioso y tan eterno en el tiempo de aquel que valora todo aquello que vive a diario.
Somos seres físicos, emocionales y, por sobre todo, espirituales, seres llenos de maravillosos afectos y que por momentos nos vemos contaminados por la intransigencia de la razón que nos lleva a ahogarnos en la existencia mundana de la competitividad salvaje en la cual el ser humano ha dejado de ser el fin de la sociedad para volverse solo un medio para la realización temporal de otro ser humano.
Aún tenemos la facultad de poder extender la mano y ayudar al caído, pero parece que muchos han extraviado sus manos; aún tenemos la fortaleza de sonreír y dar aliento al sufriente aunque muchos otros parecen estatuas inertes realizando actos automáticos y detestando o ignorando el dolor y el padecer de la humanidad.
Cuán fácil es dar una muestra afecto, regalar una sonrisa, otorgar una palabra de aliento o simplemente rezar en campo abierto una oración por un desvalido; pero cuán difícil es recordar que todas esas hermosas capacidades habitan en el interior de uno.
La Madre Teresa de Calcuta al ver tanta felicidad en su entorno nos decía:
“La felicidad no depende de lo que pasa a nuestro alrededor… sino de lo que pasa dentro de nosotros.
La felicidad se mide por el espíritu con el cual nos enfrentamos a los problemas de la vida.
La felicidad… ¡es un asunto de valentía!; es tan fácil sentirse deprimido y desesperado…
La felicidad… ¡es un estado de ánimo!; no somos felices en tanto no decidamos serlo.
La felicidad… ¡no consiste en hacer siempre lo que queramos!; pero sí en querer todo lo que hagamos.
La felicidad nace de poner nuestro corazón en el trabajo… y de hacerlo con alegría y entusiasmo.
La felicidad, no tiene recetas… cada quien la cocina con la sazón de su propia meditación.
La felicidad… ¡no es una posada en el camino… sino una forma de caminar por la vida!”
Y yo vengo y me pregunto: ¿cómo estamos caminando por el sendero de nuestra vida?, ¿estamos eligiendo las mejores decisiones en nuestro obrar diario o simplemente estamos dejando que los vientos cambiantes lleven nuestro barco de vida por mares de frustración o de desconsuelo?
Muchos seres humanos están perdidos y, cada día, al cerrar sus ojos, se pierden más. Las señales de cambio han existido a lo largo de los distintos caminos que nos ha tocado recorrer. Las señales de alerta también han estado presentes. De la noche a la mañana nada malo sucede, todo es parte de un proceso en virtud del cual, primero “hay una luz especial” que nos advierte que estamos razonando mal, pero tercamente cada uno de nosotros se aferra a dichas ideas muchas veces siniestras y que nos llevan a cometer el error.
Un día, Helen Parker compartió estos pensamientos con el mundo:
“Después de cada agüacero… rayos del sol vendrán a resplandecer.
Después de cada sequía abrasadora… es visto algún rocío mañanero.
Después de cada tronada… hay una pacífica calma.
Después de un frío intenso… se puede sentir un calor primaveral.
Después de cada lágrima derramada… una sonrisa pronto podrá verse.
Después de cada amigo amado que se va… vienen algunos amigos nuevamente.
Después de cada sueño que has tenido… fracasa y huye la avaricia.
Un nuevo sueño pronto tomará su lugar… con esperanza que puedas abrazar.
Después de cada pesar en el corazón que es derramado en lágrimas de dolor… está la amante mano de Dios que ofrece dulce alivio”.
Y es verdad, después de la tormenta siempre viene la calma y después de un sufrimiento siempre aparece el arco iris de la felicidad. Muchos tenemos miedo a sufrir pero yo te digo, “el sufrimiento es la sombra que aparece primero antes de la llegada del gozo y de la realización”. No hay que tener miedo a las calamidades, a los desastres o los infortunios, siempre después de ellos habrá una mágica oportunidad de poder ayudar, servir y de volver a construir la fortaleza de los seres humanos que hubiesen caído. Siempre, después de una agresión brota en el corazón de aquel que ama la vida una nueva razón para creer, sonreír y obrar con buena fe.