Oswaldo Reynoso sabía cuál era la única alternativa para salvar a la humanidad
Por Orlando Mazeyra Guillén
SOBREDOSIS DE AMOR
—Sí, es por Cerro de Pasco —dice con un tonito autosuficiente una mujer que participa en la convención—. Tendríamos que ir allá en un carro particular para ver cómo es la real situación, ¿qué te parece?
Ella tiene contactos de primera mano que, con mucha celeridad, «arreglan» informes con la gran minería. Arman (o desarman) estudios de impacto ambiental a pedido. Fungen de mediadores. Sin embargo todo es una puesta en escena. Superchería. Nada más.
—El derecho —afirma— es para tiburones. Si eres una auténtica mierda puedes hacer millones en poco tiempo.
—Supongo que ese pata con el que hablabas por teléfono es el tiburón de la película de Spielberg —bromea uno de sus amigos.
—Algo así —dice ella sonriendo—. Sabe fumar la pipa de la paz con los alcaldes y las autoridades, conoce a la gente corrompible para que todo salga al toque y dejando contentas a ambas partes… como se pide chumbeque.
—Se trata de tener buenos nexos, romper manos y ya —tercia alguien más.
—En el Perú, sí.
—Ese dinero está manchado.
—No seamos tan moralistas, por favor: necesitamos de la inversión minera para salir adelante. No cerremos los ojos. ¡Tía María sí va!
***
Había, hace algunos años, un programa de televisión financiado por las mineras y también una radio vergonzosamente obsecuente. Fue en esa emisora en donde un día, de buenas a primeras, empezaron a leer tus historias. Fredy Rosendo, un periodista de medio pelo que había pasado a llenarse de plata de la noche a la mañana, leía con voz afectada tus relatos. Su fruición no era auténtica, lo descubriste desde la primera vez que, estupefacto, lo escuchaste leer «Solosín».
—Voy a hacer todo lo posible por difundir el trabajo de este escritor —dijo Fredy Rosendo—. Hasta mañana, queridos oyentes. Volveremos con más actualidad y, por supuesto, con más historias impactantes como la de hoy.
Al día siguiente fuiste a encararlo a la puerta de la radio y lo grabaste sin que él lo supiera. Le dijiste que no tenía autorización para difundir tus narraciones. Irías hasta Indecopi, le advertiste alzando la voz pero sin perder la compostura.
—Te van a leer más, ¿o no te das cuenta? —te dijo imperturbable—. Yo te estoy haciendo un favor y ni siquiera te cobro: deberías agradecerme, muchacho.
—Usted no cree en mi talento, usted quiere joder a mi padre. Yo no me chupo el dedo.
—Sí, es verdad: y lo voy a joder mientras siga llamando a las radios para hablar en contra de mí y de la minería… Hazlo entrar en razón y de paso haz las paces con él. Si tu papá se calma, yo dejaré de leer tu libro. Avísale eso y, así, todos tranquilos.
A diferencia de Fredy Rosendo, tu padre no era un corrupto ni un agachado, tampoco un vendepatria. Eso le jodía sobremanera al periodista y no sabía por dónde atacarlo. Y, una tarde, un regalo le cayó del cielo:
—Si de verdad quieres fregar a Mazeyra, lee este libro —dijo Umberto Ormachea Guillén—. Acá su hijo lo despedaza.
—¿Qué cosas dice?
—Léelo pues… te va a gustar —le sugirió Ormachea, el aprista vergonzante.
Fredy Rosendo advirtió en su programa radial que un jovenzuelo se había aparecido en la puerta de la emisora para cuadrarlo, pero que no le tenía miedo. Y luego leyó otro relato. Y al día siguiente otro más… hasta que le llegó una carta notarial.
Algunos periodistas te dieron información de primera mano y llenaron tu bandeja del correo electrónico: Rosendo tenía denuncias por el delito de aborto no consentido. El periodista y su esposa poseían un falso consultorio obstétrico en donde se practicaban los abortos y, a veces, el propio infeliz oficiaba de asistente entregando píldoras (mientras a las desesperadas mujeres les realizaban «maniobras abortivas»).
Rosendo (el abortero… oh, paradoja) tuvo un hijo displicente y jaranero que no podía cumplir el sueño de su papito: titularse de abogado para trabajar en una poderosa minera. Entonces el mismo periodista armó con una universidad pirata una suerte de actualización trucha para futuros tinterillos: un título a nombre de la nación en forma express.
Umberto Ormachea —amiguísimo de Rosendo—, por su parte, tenía marcas terribles… aquellas que deja el partido de la estrella para siempre.
—El Apra es como la viruela más feroz —dijo una vez su abuelo César Augusto durante el primer gobierno de Alan García.
—¿Por qué?
—Deja marcas. Y son marcas terribles. Si hay algo peor que un aprista, es un exaprista. Nunca confíes en ellos, son una lacra.
—Esto se va a convertir en Sodoma y Gomorra —vaticina su madre luego de volver de la calle.
—¿Tanto así?
—Sí —afirmó su madre. Y es que la convención minera durante una semana se apodera de restoranes, discotecas, bares y también de los chonguitos de la ciudad. Aparecen anfitrionas de toda laya y las noches son excesivas e interminables (corre de todo y para todos).
En una de las picantes fiestas organizadas por las mineras fallece Nicanor Guerreros, un tipo que aseguraba, muy orondo él, que 930 soles es mucho dinero. Un sujeto que venía a Arequipa de farra, pero los excesos le pasaron factura. Así son ellos, piensas y otra vez asoma el recuerdo recurrente. Las palabras de Oswaldo Reynoso: «creo en la lucha de clases, en el compromiso del escritor y en la rebelión de los pobres, de fuera y dentro del imperio, contra la imposición armada del neocapitalismo genocida y destructor del ecosistema de la Tierra. Y para mayor precisión: creo que el socialismo es la única alternativa que le queda al hombre para salvar su especie».
Necesitábamos una sobredosis, por supuesto. Pero no de drogas, sino de amor.