Ser maestro en los Andes

Por Luis Pacho

VILACHAVE

Llegué a la IES Vilachave, Huacullani, al sur de Puno, un primero de marzo, hace poquito, cuando el cielo caía a raudales y paría acequias, riachuelos y ríos cargados de agua y música bronca.

El centro poblado Alto Andino de Vilachave, cerca de los 4500 metros sobre el nivel del mar, aparece como un pequeño puñado de casas dispersas, al borde de la carretera binacional que une Desaguadero (Puno) con Moquegua. El colegio está un kilómetro más allá, aproximadamente, en las faldas de un promontorio poblado de paja brava.

Y es que la docencia siempre nos pone alas y pies para recalar, en este caso, en plena cordillera. Aún hay físico y ganas del tamaño de sus apus, como el Sururani, Khamani, Ch’iaraqe y Q’uañita, para compartir con mis estudiantes la cosecha que me ha dado el magisterio a lo largo de estos treinta años.

Cada día, leqechos, k’illinchus y perdices anuncian las madrugadas y las tardes, como una eterna fiesta de bienvenida a mí y a mis colegas docentes. Entonces recordé la broma de un amigo de ruta literaria: “Cada quien elige la forma de desaparecer”. Difícil, menos en la memoria de mis estudiantes que vuelven siempre a las aulas con sed de forjarse un camino en este sistema que segrega o entierra a sus hijos.

Parece, pero lejos no estamos, ahicito nomás, rodeado de esos apus que parecen tocar el cielo que ya empieza a poblarse de estrellas en la noche, anunciando que las temperaturas descenderán drásticamente.

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