Palao: el pintor de los humildes

Se alejó de los circuitos tradicionales del arte consecuente con su personalidad polémica, por lo que tuvo tantos amigos como enemigos. Podía aparecer en una exposición para irse haciendo comentarios en voz alta, generalmente para descalificar el trabajo observado. Así era Luis Palao, considerado como el mejor acuarelista arequipeño y quien acaba de fallecer. Vaya este texto como una forma de homenaje.

“Si algo he pintado en esta vida han sido mendigos, enfermos mentales, campesinos sin tierra y, por supuesto, vagabundos” aseguraba Luis Palao en una de las pocas entrevistas que dio en vida.

Consideraba que el ser más grande y el hombre más admirable es el mendigo. En línea de pensamiento, no se consideraba un artista sino un “pinturero” como gustaba calificarse, “la palabra artista nunca la he usado porque siempre pensé  que la pintura era un oficio de obrero”.

Esta especie de conciencia social, o ideología como gustan decir algunos, lo conducía hacia los más desposeídos, “quiero pintarlos porque a mí la conciencia no me deja dormir. Lo único que queda es pintar respetando su dignidad”.

Como todo buen pintor, Palao lo hacía sin cansancio. Comenzaba a las cinco de la mañana y continuaba durante horas hasta alcanzar la imagen deseada. Un objetivo que muchas veces no se puede alcanzar como reconoce, porque “unos quedan más acertados que otros, muchos tienen más errores que otros”.

Consideraba que no había una finalidad en su pintura, sí que no le gustaba desprenderse de ellas, por eso se fue de Calca (en Cusco) donde vivía porque los extranjeros llegaban para comprar sus cuadros. “Les dije que yo no vendía cuadros y que me dejen en paz”.

Si el periodista le preguntase por qué pinta su respuesta sería no sé; si le dicen para qué sirven sus cuadros, sería también no sé. Solo sabía que “el pintor debe pintar, alegre y llorando nada más”, sin pensar en la gente porque, asegura, lo hace para su propia recreación.

La principal cualidad que resalta en el que es considerado como el mejor acuarelista arequipeño, es la observación, más que la observación la contemplación. “Uno se pone a pintar una acuarela y se demora días de días de días, está contemplando, pintando, quitando y poniendo”.

Por eso le gustaba viajar en camión, ese avanzar lento le permitía observar mejor el paisaje, como aquella vez que se dirigía a Coporaque y vio la pampa de casas viejas y adobes y techos, “inmediatamente hay que decir al chofer bajan, bajan. Entonces, uno nunca sabe dónde va a parar a dibujar”.

Porque otra de las características de Palao es el ser un errante, un vagabundo como gusta calificarse, “yo no estoy geográficamente en un lugar, pues soy un vagabundo. Estoy con los hombres que no tienen tierra y eso es mi libertad”.

Aseguraba que “la aventura es una sorpresa, como el amigo es otra”. Tal vez recordando a uno de sus pocos amigos como es el acuarelista Guillermo Mansilla quien en una fría mañana de junio le aconsejó: “Váyase lejos amigo Palao, aquí en Arequipa nadie le quiere”.

Desde esos momentos siempre lo acompañaba una mochila que con el paso del tiempo fue cambiando de contenido. Antes tenía más pinceles, una cajita de acuarelas, un poco de goma, “antes llevaba una banquita, pero ya la verdad por la edad, ahora se vuelve más llena de remedios”.

Este arte de pintar lo aprendió sobre todo de su madre, Rosa Berastain Berastain, quien lo alentó a seguir la vocación artística, era quien lo levantaba de madrugada para que pintara los paisajes de Tiabaya o Socabaya.

Su padre, el cirujano arequipeño Mariano Palao Revilla, le enseñó “el amor a las plantas”, aunque recuerda que a los doce años lo llevaba al hospital para que realizara sus primeros dibujos de anatomía.

Cuando superaba los 70 años de edad, Palao consideraba que con sus cuadros solo quería dejar un testimonio de lo que había vivido, por eso mencionaba el poder del agua y recordaba un viejo proverbio chino que dice “el agua puede quebrar el acero”.

Ese es el poder de la acuarela y Luis Palao lo demuestra en cada uno de sus cuadros. Hasta siempre, maestro.

Deja un comentario