Bicentenario de la Batalla de Ayacucho
Por: Rubén Quiroz Ávila
REFLEXIONES
Doscientos años después de sellar militar y políticamente la Independencia del Perú, volvemos a preguntarnos si ese proyecto republicano por la cual se luchó se concretó. Si adoptamos, con amorosa ingenuidad, la expectativa basadriana podríamos seguir siendo una posibilidad. Si nos atenemos a los hechos, tal vez la desesperanza nos supere. Ese es el dilema que nos pone más cerca al escepticismo que al alborozo, y nos sondea diaria e incansablemente a todos los peruanos. Entre el fervor apasionado por una tierra ancestral con viabilidades, aunque algo chamuscadas, intactas y con sereno optimismo; o, más bien, un realismo sin remilgos que nos da cuenta, basada en estadística y cruenta evidencia, que estamos más cerca del derrumbe que de un rumbo glorioso.
Sin embargo, este bicentenario de una batalla legendaria en la que los fundadores de la República no solo consagraron la victoria al futuro y la ilusión de una nación naciente con posibilidades gloriosas, sino que nos legaron el absoluto compromiso con la libertad y lo que ello significa para los individuos. Un obsequio para los peruanos del porvenir hecho a punta de largas y duras contiendas en la que cientos de héroes y patriotas ofrendaron su vida. El Perú nace sobre escombros dolorosos y a la vez sobre el anhelo de un mundo libre. El que seamos libres, tal como reza las letras jubilosas de nuestro himno, es una condición innegociable. Es nuestro ADN fundacional. Porque la libertad no solo fue un anhelo de nuestra emancipación, sino que es inherente a la naturaleza humana. Si no somos libres, estamos perdidos.
Luego de dos siglos tenemos la obligación de meditar sobre las razones por las cuales se constituyó este país, el fundamento de su existencia, el sentido de su propia razón de ser. A veces olvidamos o, más bien, empujados por una amnesia calculada y planificada, que fuimos un maravilloso proyecto de nación, gloriosamente libre e independiente, un programa de vida colectiva factible, una comunidad rebosante de optimismo y resiliencia por una patria que creía, por fin, en un destino conjunto.
Nos han hecho olvidar lo que quisimos ser, un proyecto de comunidad que, a pesar de sus diferencias, podía acercarse a una forma de convivencia asertiva y que reconocía en nuestras formas de peruanidad, una patria ansiada. Requerimos recordar la herencia simbólica de esa bicentenaria batalla, en la que dijimos no a las formas de avasallamiento, en la que la humillada cerviz levantamos. Hace doscientos años mostramos al mundo, con la fortaleza de una unión latinoamericana adyacente, que éramos capaces de enfrentarnos a la sumisión histórica y creíamos firme y valientemente en las inmensas posibilidades de nuestro futuro.