AMOR CRISTIANO, AMOR DIVINO

Por: Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa

En el Evangelio de este domingo, Jesús nos dice: «amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los difaman. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto no le niegues también la túnica. A quien te pida, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Traten a los demás como quieren que ellos los traten…Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso; no juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados» (Lc 6, 27-31 y 36-37). Porque, dice también: «si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacen el bien sólo a los que les hacen el bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestan a aquellos de los que esperan cobrar, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo» (Lc 6, 32-34). De esta manera, el Maestro nos presenta el rasgo distintivo del cristiano, lo que lo diferencia del resto de la humanidad: el amor gratuito a los demás, independientemente de sus virtudes o pecados, de que nos hagan el bien o el mal. Amor que se manifiesta en acciones concretas.

Palabras que a primera vista parecen imposibles de cumplir y, por ello, corremos el riesgo de reducirlas a un mero ideal inalcanzable o, en todo caso, realizable sólo por una élite de “perfectos”. Es cierto que el amor al enemigo, el dejarse robar, etc. no brota de nuestra naturaleza humana. Por el contrario, lo que brota es exigir que se haga justicia, que se levante la calumnia, que nos devuelvan lo prestado. Sin embargo, sería perverso que Jesús nos propusiera algo inalcanzable, que por más esfuerzos que hiciéramos nunca lograríamos cumplir. Nos estaría condenando a vivir en una frustración permanente. Y Dios no es así. No debemos entender, por tanto, que Jesús nos esté dando unas normas de vida que debamos cumplir con nuestras solas fuerzas. Por el contrario, nos está revelando el diseño de Dios para los cristianos, lo que Él quiere hacer en nosotros.

Amar a quienes nos hacen el mal, que es lo que ha hecho Jesucristo con nosotros, no es propio de la naturaleza humana, sino de la divina. Sólo pueden amar así Dios y aquellos a quienes Dios concede participar de su naturaleza. La buena noticia es que Dios lo puede hacer en nosotros, porque, como dijo el ángel Gabriel a la Virgen María: «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37). De hecho, como dice san Pedro, los verdaderos cristianos, es decir los que no lo son sólo de nombre, son «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). Esto se da a través de la gracia, que es «el don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1999). Gracia que recibimos principalmente a través de la Palabra de Dios y los sacramentos, que poco a poco van transformando lo profundo de nuestro ser y hacen que brote en nosotros el amor divino. Amar así, de modo incondicional y sin esperar nada a cambio, es fuente permanente de alegría y felicidad verdaderas, es comenzar a vivir el Reino de los Cielos en esta tierra. Es tener vida eterna. Pidámosle a Dios que haga esa obra en nosotros.

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