Su mente era un jardín de flores de paz

Por: Juan Manuel Zevallos Rodríguez – Psiquiatra
“Viendo la multitud, subió al monte y, sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. (Mateo 5, 1-3)
¿Qué nos quiso decir el maestro de la vida y del amor aquel día en el monte cuando proclamó uno de los discursos más encendidos que tiene registrado la historia?
¿Qué deseaba que entendiéramos en cada frase elaborada?
¿Cómo podría la interiorización de dichos mensajes labrar nuestra mente para volver un terreno de cultivo de flores de esperanza y de paz?

Sentado en la cuesta de una montaña, rodeado de gente ignorante en los conceptos de la ciencia, pero hambrienta y sedienta de fe, Cristo nos enseñó a ser humildes, a reconocer nuestra realidad, a poder entender que somos tan pequeños y que a la vez podemos ser tan grandes. En una sencilla bienaventuranza enarboló uno de los principios básicos del desarrollo de la salud mental de todo ser humano: “la autoaceptación y el propósito de cambio”.
Solo él podía tener la lucidez necesaria para expresar en palabras sencillas dogmas complejos, solo él pudo hablar de aquel único modo que todo aquel que lo escuchará en su corazón pudiera despertar a la vida y hacer consiente su vida.
Él nunca protesto de su existencia, aun en los momentos más álgidos de su vida asumió un proceso de aceptación de la realidad que le tocó vivir. Sudó sangre en el huerto de Getsemaní momentos antes de su aprensión y, aun así, aceptando la confusión mental del discípulo que lo traicionó, aceptó el beso de este y lo invitó con su actitud sincera a meditar sobre su vida y a cambiarla, si esa era su decisión.
Su vida fue un apostolado constante de enseñanzas que nos develaban cuán ignorantes somos y cuán grande es la fe y la esperanza para poder alcanzar nuestros sueños.
Fue un escultor de ideas, que despertaba la mente crítica positiva en aquellos que lo escuchaban. Hacía silencio cuando había que hablar y hablaba cuando todo había ausencia de vocablos. Deseaba que todo aquel que se relacionará con su existencia pudiera recibir el regalo maravilloso del entendimiento.
Nos mostró, como pocos lo han hecho a lo largo de los siglos, que debemos de ser conscientes de todo aquello que hacemos. Que nuestra mano derecha no puede ignorar aquello que hace la izquierda y que es mejor perder el pasado a renunciar a nuestro presente.
La gente que habita en el mundo del siglo XXI vive igual o más confundida que aquellos humildes pobladores de Galilea. Los seres humanos hemos decidido por vivir a disgusto, destruimos día a día nuestra existencia, enarbolamos la prédica de la violencia, renunciamos a nuestros sueños, ya no intercalamos pensamientos y abortamos el principio de la solidaridad. Vivimos envueltos en un manto de miedo y agresión constante, hacia nuestro interior desgastando nuestra vida y hacia el exterior volviendo más confuso el panorama que nos rodea.
Muchos aún no hemos podido desarrollar la paciencia necesaria para poder caminar. Corremos por los senderos de la vida, perseguidos por la culpa, la minusvalía emocional, el consumismo y la insatisfacción, tropezamos, caemos, nos volvemos seres ansiosos y depresivos, desmotivados con la vida y luego renunciamos a ella.
Han pasado dos mil años y aún no aceptamos que somos pobres de espíritu, seres inconscientes en muchos aspectos del desarrollo mental humano que se han olvidado que el valor más importante que tenemos en la vida es nuestra propia vida, el bien más preciado.
Hemos anulado inverosímilmente nuestra identidad y de pronto hemos asumido el rol del ego que nos coloca como centro de la creación. Nuestro yo vive postrado y encerrado en una jaula cuyos barrotes limitantes han sido construidos con impaciencia y desprotección emocional.
Cristo nos invitó con su discurso y su vida diaria a conciliar con nuestra pasado. Nos enseñó a través de historias que nuestra conciencia crítica no podía ser callada, que nuestros errores no eran imperfecciones del ser sino una forma nueva de aprender a valorar lo que hacemos. A diario desarrolla clases magistrales con sus discípulos de tolerancia. No los reprochaba por lo que hacían, solo los miraba con amor y les extendía una mano esperando que ellos pusieran la otra para poder continuar el camino.
En realidad, solo aquellos que han logrado interpretar el mensaje más profundo del hecho de ser “pobres de espíritu” pueden proclamar la riqueza hallada. Solo aquel que ha podido reconocer mediante un autoexamen silencioso y comprensivo de su existencia, todas aquellas habilidades que posee y todas aquellas otras capacidades por desarrollar que algunos torpemente llaman limitaciones, puede sentirse tranquilo consigo mismo y puede empezar a construir “el reino de su vida”.
Reconocer mi realidad abre las puertas de mi mente para asumir un proceso de cambio que me lleve a ser el mismo viajero en el camino de la superación personal mañana y que a la vez me brinde una visión distinta del espectáculo de la vida. Solo aquel que puede vivir en el desamparo de la crítica de su ego puede volver a yo interior y llorar porque debe llorar y reír porque sencillamente, debe reír.

Aquel que puede llegar hasta lo más profundo de su ser puede darse cuenta de la historia maravillosa de vida que le ha tocado vivir y que las decisiones poco afortunadas del pasado eran lecciones necesarias por aprender para poder desarrollar aquellas herramientas imprescindibles para construir el presente.
La sabiduría del hombre no se basa en todo aquello que lee sino en todo aquello que descubre en su camino de auto desarrollo.