La buena semilla y la buena tierra

Por: Juan Manuel Zevallos Rodríguez. Psiquiatra

“He aquí, el sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y comieron. Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra, y brotó porque no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó y porque no tenía raíz, se secó. Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y las ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra y dio fruto, cual a ciento, cual a sesenta, y cual treinta a uno”. (Mateo 13, 3-8)

El maestro de la razón nos enseñó en una breve y sencilla historia las características del flujo de pensamiento y el modo en que reaccionamos a diario ante las circunstancias que nos tocan vivir.

Cada una de las semillas que poseemos como sembradores de vida no vienen más que a ser cada una de las respuestas que elaboramos en nuestra interrelación diaria ante los diálogos y agresiones que recibimos del mundo que nos envuelve.

Cuando tomamos la decisión por desarrollar un diálogo constructivo las semillas suelen caer en buena en una buena tierra y generar armonía, compromiso, solidaridad y actitud recíproca entre los dialogantes.

Por el contrario, cuando enarbolamos la bandera de la cólera, la ira, la frustración, el desencanto, la envidia, la codicia y el arrebato, nuestras importantes semillas de vida, nuestras palabras, caen en campos inertes y mueren, generando con su pérdida dolor personal y conflicto social.

Cuando decidimos (para unos voluntaria y para otros bajo el supuesto de la involuntariedad) por emitir palabras de conflicto, el primer ser humano que cae abatido en la conflagración que se ha establecido es uno mismo. Agredir a otro significa, en el fondo del desarrollo personal, un acto pleno de auto agresión, ya sea “esta agresión vivida en el mundo exterior por acción o por omisión”.

La cultura de violencia destruye el yo, aquel compone de nuestro interior que busca a diario nuestro desarrollo y paz emocional. La violencia y sus secuelas aletargan nuestras capacidades para amar y nos vuelven seres insensibles ante el dolor ajeno y seres ausentes en nuestra propia vida.

Caer en las redes de la violencia y la agresión genera incomodidad, desencadena problemas de relación en nuestra vida interpersonal y genera poco a poco el colapso de las instituciones madres de la sociedad.

El maestro de la razón y la verdad nos decía “el que tiene oídos para oír oiga” y yo vengo y complemento su expresión diciéndoles “despierta tu capacidad para oír y para creer”.

La mayoría de la población mundial vive hoy bajo un estado de aletargamiento en el funcionamiento de sus sentidos y entre ellos, la capacidad de oír, de escuchar, ha sido una de las más afectadas.

Desde pequeños, el mundo familiar nos invita a hablar, a expresar nuestra forma de pensar y nos volvemos con el paso del tiempo, habladores compulsivos y con poco control de la habilidad desarrollada. Nos enseñan a hablar, nos invitan a hacer un ejercicio directo de nuestra capacidad de comunicación olvidándose de que el diálogo y el entendimiento social se basan no solo en hablar sino también en escuchar.

La formación familiar cae en errores garrafales al favorecer el desarrollo de una sola de las capacidades necesarias para generar una buena comunicación. Enseñar a hablar es como enseñar a pisar el acelerador de un carro; enseñar a escuchar es como enseñar a apretar el pedal de freno del mismo vehículo. Si vivimos acelerando en nuestro existencial sin aprender a frenar lo más probable es que nos choquemos con frecuencia y que pongamos irremediablemente en riesgo nuestra vida.

La sociedad que nos envuelve en su manto de consumismo y apresuramiento existencial, nos lleva a vivir de modo acelerado. Caemos bajo su yugo fácilmente y luego aceptamos aquella realidad que nos muestra como la única que podemos experimentar. Siempre hemos vivido de modo acelerado y seguir haciéndole pareciera ser la regla de vida bajo la cual debemos ampararnos

Pero yo vengo y te digo:

¿Será bueno vivir acelerado en la vida?

¿El arte de escuchar no será importante en nuestro desarrollo de vida?

Aquel vive apurado, muere apurado.

Aquel que deja de percibir el paisaje que le brinda el camino de la experiencia pierde el derecho de disfrutar el premio al final del camino. Porque la vida humana no ha sido diseñada para alcanzar logros sino para disfrutar la ejecución de estos.

Aquel que pueda despertar su capacidad para oír y para entender la otra parte del mundo que ignoraba puede sentir el gozo de respirar, de estudiar, de trabajar y compartir con aquellos que nos rodean.

Aquellos que viven apurados, solo hablando y concentrándose en llegar a la meta de sus proyectos, sentirán una falsa sensación de bienestar en el primer momento del éxtasis de su supuesto triunfo más luego caerán en un estado de letargo y de vacío existencial, ya que algo de pronto faltará.

Faltará un nuevo sueño que este pronto a hacerse realidad.

El constructor de la vida nos enseñó a ser humildes de corazón, a contemplar la creación y a renovarla con nuestra capacidad de interrelación con ella. Él nos enseñó a crear un mundo nuevo distinto cada día, basado en nuestras esperanzas y en el arte de sembrar la buena semilla en un terreno fértil.

No podemos seguir viviendo de espaldas a la paz y a la tranquilidad. Nuestra ser ha sido creado con un único sentido: disfrutar con responsabilidad y libertad.

Somos seres bienes que tenemos la capacidad de generar bien. Lamentablemente muchas veces nos comportamos como árboles destructores que generen frutos de destrucción.

Es nuestra obligación haced del árbol bueno creador de frutos buenos y desterrar de nuestra mente la capacidad de crear tristemente, armas de destrucción.

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