LA IGLESIA
Por: Javier Del Río AlbaArzobispo de Arequipa

En el Evangelio de este domingo, nuestro Señor Jesús menciona tres acontecimientos muy importantes y vinculados entre sí. El primero de ellos, aunque lo menciona al final, es su ascensión al cielo, es decir su retorno al Padre. Jesús ya había anunciado su próxima partida a sus discípulos y, naturalmente, ellos estaban tristes; por eso, les dice: «Si me amaran, se alegrarían de que vaya al Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14,28). El segundo acontecimiento es el envío de la tercera persona de la Santísima Trinidad: «El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, les enseñará todo y les irá recordando todo lo que les he dicho» (Jn 14,26). Dios mediante, nos referiremos a ambos acontecimientos las próximas semanas. Ahora quisiera que nos detengamos en el tercero, que es fruto de aquellos dos: la Iglesia.

Las palabras de Jesús en el evangelio de este domingo son la respuesta a la pregunta que le hizo uno de los apóstoles cuando Jesús les anunció: «Dentro de poco el mundo no me verá, pero ustedes me verán y vivirán, porque yo sigo viviendo» (Jn 14,19). La pregunta del apóstol fue: «Señor, ¿qué sucede para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?»; a lo que Jesús comenzó diciendo: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,22-23). He aquí la Iglesia: una comunidad de personas, imperfectas como todos, pero que han sido alcanzadas por Jesús (Flp 3,12) y han tomado consciencia de su amor a través de la obra que Él ha realizado por nosotros: Dios se ha hecho hombre para dar su vida en la cruz para el perdón de nuestros pecados, entrando en la muerte ha destruido la muerte y resucitando nos ha abierto las puertas del cielo y nos da la posibilidad de participar en su vida divina que no tiene fin.  

Como después dirá también Jesús: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Esta fue la experiencia de los apóstoles: cuando Jesús fue apresado y crucificado, todos lo abandonaron y hasta Pedro lo negó; pero Jesús no los descartó por eso, sino que, resucitado, los envió a anunciar el Evangelio a todas las gentes y les aseguró: «he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). De esa manera, confirmó lo que antes les había anunciado: «No son ustedes los que me han elegido a mí, soy yo quien los ha elegido y los he destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca» (Jn 15,16). Es así como los apóstoles toman consciencia de que: «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado [primero] a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10). Es la misma consciencia que vamos tomando los cristianos: en la medida en que, por obra del Espíritu Santo, vamos siendo iluminados de nuestra realidad de pecado y de lo que Dios ha hecho por nosotros a través de Jesucristo crucificado y resucitado, vamos tomando consciencia del amor infinito de Dios para con nosotros y, poco a poco, brota de nosotros el amor a Dios, comenzamos a guardar su palabra y Él viene a habitar en nosotros, haciéndonos así partícipes de su propia vida, vida plena y eterna que comienza en este mundo.

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