Algunos apuntes sobre la novela premiada por la Feria Internacional del Libro de Ayacucho

Por Orlando Mazeyra Guillén

EL MAR QUE NOS ESPERA

Durante las fiestas de Año Nuevo rescaté (debería decir, exhumé) de unas polvorientas cajas de cartón unos papeles perdidos con viejos relatos juveniles que daban cuenta de ciertos ritos de paso que dejaron una profunda huella en mi memoria.

Aproveché las vacaciones para volver, a través de la fabulación, a aquellos remotos veranos mollendinos y camanejos en donde dejé de ser niño y me convertí en un hombre. Recordé a los amigos —Los Buenos Muchachos, nos autodenominábamos por culpa de un tal Scorsese— y también a los enemigos (aunque a veces no es tan sencillo diferenciarlos, sin embargo, el reto siempre me resulta estimulante, sobre todo si uno se aleja de las farras y también de las letrinas humanas): la música de fondo provenía del mar, con sus olas, su arena e interminables playas de la costa de la región Arequipa. Siempre el mar que, de alguna u otra manera, nos espera a todos.

No voy a decir nada original sobre esta “misteriosa operación” (así la llama Vargas Llosa), además de inextricable, envolvente, adictiva y apasionante. Sé que todos aquellos que intentamos escribir historias tenemos una disputa simbólica con Dios. Anhelamos suplantarlo (y a veces matarlo) con tal de arañar la —siempre esquiva, en mi caso— creación artística auténtica. Fue Javier Cercas el que dijo que con tal de satisfacer su vocación y, sobre todo, de escribir una obra maestra, el joven Vargas Llosa hubiera estado dispuesto a vender a su propia madre a una red de trata de esclavas. Y no exageraba, ni un ápice.

Hay preguntas como ésta que, al menos para mí, hasta el día de hoy no tienen respuesta: ¿Qué sería capaz de hacer alguien con tal de alcanzar la gloria y pasar a la posteridad? Para responderlas a veces sólo nos queda fraguar ficciones como “El mar que nos espera”, novelita corta recientemente premiada por la Feria Internacional del Libro de Ayacucho.

Con este libro, que se presentará en Huamanga a inicios de julio y luego en Arequipa, me despedí de un tótem de la literatura universal (cuando él cumplió los 89 años, casi todos sabíamos estaba muy próximo a la muerte, y por eso publiqué una sentida nota en el diario El Pueblo donde señalé: “el ocaso se aproxima, qué duda cabe; pero ni la decrepitud o la muerte vencerán a sus mejores historias”), pero también recordé a mi querido maestro y hermano mayor postizo: el esplendente Oswaldo Reynoso.

Culminé esta historia el 10 de abril —cumpleaños del autor de Los inocentes—. No fue casual sino deliberado, porque pude constatar que ese león arequipeño sigue rugiendo y su lámpara permanece incandescente.

Agradezco a los jurados del Primer Premio Internacional de Novela de la FIL de Ayacucho por elegir mi trabajo. La vida es como un juego de azar y creo —estoy convencido de— que los premios también. Esta modesta gratificación, más que económica, tiene un carácter espiritual inmarcesible. Los escritores del interior del Perú tenemos que sacrificarnos en demasía para difundir nuestros libros. Por suerte, ahora contamos con un nuevo evento literario independiente en Ayacucho y eso me alegra muchísimo.

         Agradezco también a don Carlos Meneses, director de El Pueblo, que durante años me ha brindado espacio en este diario para contar historias. Esta tribuna invaluable me ha permitido ganar lectores ávidos y fieles en mi ciudad natal.

***

Escribí “El mar que nos espera” porque sé, o al menos dejo entrever con esta novela corta, que todos buscamos algo (a pesar de que, en ciertas ocasiones, nos cuesta reconocerlo): dinero, mujeres, hombres, talento, fama, fortuna, un sinnúmero de placeres de toda laya… y sólo el diablo nos lo alcanza (a veces) a manos llenas. Como diría mi psiquiatra (quien es un extraordinario admirador del Bosco): todos ansiamos conseguir al menos una porción del heno. Algunos privilegiados no tienen ningún problema para adquirir una generosa ración. Otros, en cambio, necesitan de los demonios para poder arañar esos placeres en medio de la fugacidad de la existencia: “El mundo es un carro de heno, del cual cada uno toma lo que puede”. Empezando por el penúltimo papa (Jorge Mario Bergoglio) y terminando por aquel arequipeño que logró ganar el Premio Nobel (Jorge Mario Vargas Llosa). Ambos se parecen más de lo que algún incauto podría imaginarse. Los dos nacieron el mismo año. El arequipeño profetizó la clausura de la sórdida secta sodálite y el argentino la ejecutó sin chistar. No son datos anecdóticos, faltara más: el diablo está en los detalles. Y muchas veces escribir historias es introducirse en el mismísimo taller del diablo.

Una pequeña porción del heno llegó a mí desde Ayacucho y otra enormísima se la debo a mis lectores, a quienes les alcanzo un fragmento de mi novela: “El mar que nos espera”:

FRAGMENTO: PAGANINI Y SU OFRENDA AL GRAN ARQUITECTO DEL UNIVERSO

Niccolò Paganini (1782-1840) nació en Génova, donde estudió con músicos locales, uno de ellos —al parecer, Tomasso Soracco— le prometió el éxito y la fama si le ofrecía sus manos (su talento) a un visitante nocturno que el niño veía cuando le daban pesadillas.

Acatando la orden de uno de sus mentores, le entregó sus manos a Mefisto, diciéndole:

—Todo lo que haga con ellas será para ti, Gran Arquitecto del Universo.

Y así fue.

Cuando Paganini estaba moribundo no recibió la extremaunción —la iglesia no quiso reconocer que al menos un par de curas se negaron a dársela— y, por si fuera poco, el obispo de Niza prohibió que el artista fuera enterrado en tierra consagrada, debido a su fama de masón.

Las últimas palabras del genio fueron: «Desde que me entregué a él, dejé la luz y abracé esta oscuridad que no me abandonará ni siquiera al morir».

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