Un mandamiento nuevo (2° parte)

Por: Dr. Juan Manuel Zevallos.

Dios se rehace en cada nueva puesta de sol, en cada nueva elevación de la marea, en aquella nueva ola que golpea nuestro cuerpo en la playa, en el cierre y en la apertura de los pétalos de las flores y en la conversación de una oruga en una mariposa.


Cada día volvemos a nacer y el mundo se renueve delante de nosotros. Hay objetos y situaciones del pasado que no volverán a nuestro presente y situaciones y objetos del futuro que no están en nuestra consiente que mañana podrán ser realidad.

Amar a Dios con toda nuestra mente y fuerzas, es creer en el principio “del nacimiento constante”.

¿Qué pasaría si llegaras a creer que cada día vuelves a nacer?

¿Cómo debería de sentirse un recién nacido?

O mejor dicho, ¿cómo te sentiste ese primer día de tu vida?

¿Cómo se sintió tu mundo cercano cuando por fin abriste los ojos a la luz?

¿Cómo sería el mundo de los seres humanos si hiciéramos un acto de fe diario afirmando nuestra nueva fecha de nacimiento?

De seguro que el aliento de vida que hoy dejamos de percibir pero que existe por doquier inundaría cada parte de nuestro ser y el mundo sería un nuevo paraíso.

Amar nuestra vida es un acto que va más allá de evitar una serie accidentes, el consumo de sustancias nocivas como las drogas y la ingestión de alimentos que distorsionan el equilibrio corporal. El amor por nuestra vida involucra el procesamiento consiente de nuestros pensamientos y la expresión satisfactoria de emociones constructivas. Pero más que todo ello significa creer en ese flujo de energía que nos hace distintos a la materia inerte, ese aliento de Dios llamada vida. Amarnos a nosotros mismos con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con la mente significa asumir el maravilloso principio de que nacemos constante a la vida y que somos creadores de vida a diario.

Si pudiéramos inundar nuestra mente con los principios antes señalados nuestra existencia sería muy distinta a la que experimentamos hoy. No habría razón valedera para sentirnos tristes y para culpar a otros de los sucesos menos favorables que nos acontezcan.

Amar con la mente significa elevar nuestra visión por sobre todo aquello que existe y darle un sentido a todo aquello que hacemos, en si significa sentir cada paso que damos, acariciar cada objeto que empleamos en nuestras labores y degustar el aprecio y los sentimientos nobles de todos aquellos que nos rodean.

El maestro de la vida y del amor pleno nos regaló días interminables de gozo por la vida. Amó tanto a la humanidad que entregó su vida misma por todos los seres humanos. Retiró de nuestro concepto el sentimiento de culpa y la sinrazón por sufrir.

Pero hoy yo vengo y te pregunto:

Si el carpintero del amor y la comprensión hace dos mil años hizo suyo tus culpas y penas, ¿por qué no puedes sentir a plenitud tu ser? ¿Por qué sigues permitiendo que tu mente destruya tu vida y tus sueños? ¿Por qué permites a diario que vuelva a ser crucificado el maestro del amor en la cruz de tu angustia?

Él nos liberó de los sentimientos que pudieran destruir nuestra autoestima y nosotros, seres humanos necios, hemos ido al cementerio del olvido y nos hemos vuelto a contaminar del dolor, la pena, la angustia, el egoísmo y los sentimientos de minusvalía emocional que habitan ese lugar.

¿Qué clase de seres vivientes somos, que rechazamos el milagro de la vida por vivir al amparo de la sobra de la destrucción?

En verdad no debiera razón alguna para sentirnos mal, pero en nuestro mundo personal, alimentado por miedos, temores y prejuicios, la sensación de malestar e incomodidad es continua.

El maestro del amor filial, aquel humilde carpintero de Galilea, entendía a la perfección el intrincado mecanismo en virtud del cual funciona nuestra mente. Por ello vivió su vida sembrando ideas de paz y reencuentro en todos aquellos que lo escuchaban.

Cada una de las historias que nos contó, recogidas por sus biógrafos bajo el nombre de parábolas, son enunciados claros y claves para entender aquello su mensaje y para interiorizar su paz.

Él nunca dijo: Ve y corre apurado tu vida. Él contemplaba a sus discípulos y luego decía: Vayan por los caminos de la vida llevando este mensaje de paz y buena voluntad a todos los pueblos de la Tierra.

Su mensaje era de paz y sus palabras alimentaban en los corazones de todos aquellos que creían en Él de aquella dulce sensación.

Si por un momento fuésemos más conscientes al hablar de Jesús de Nazaret, si por un momento tomáramos cada uno de sus actos, palabras y obras como modelos de desarrollo emocional y racional, de seguro que tendríamos aquella paz que él nos regala a diario y que dejamos que pase delante de nuestros ojos, ignorando su presencia.

Decimos que nos amamos y que amamos a Dios por sobre todas las cosas y mentimos. Si no nos cuidamos, si no deseamos lo mejor, en verdad no demostramos, no hacemos verdad nuestras palabras y pensamientos de amor. Fuimos creados a imagen y semejanza del creador y a diario vaciamos miseria sobre lo mejor que creo. Ignoramos nuestra verdad, esencia y sustancia y nos alimentamos de polvo, basura y desesperanza. Es hora de despertar y de creer. Un mandamiento nuevo les doy, nos dijo, qué se amen los unos a los otros como yo los he amado.

El maestro de la paz y del amor se amó a plenitud y logró destilar de su ser un modelo inacabable de desarrollo físico, emocional, racional y espiritual. Tanto se amó que logró desarrollar todas las capacidades humanas que poseía y luego nos regaló la expresión de su amor en cada página de su existencia.

¿Cuántos de nosotros tenemos el valor y la entrega para desarrollar todas nuestras capacidades personales?

¿Cuántos de aquellos que han avanzado en su desarrollo de habilidades detestan el compartir lo alcanzado?

Él no era diferente a nosotros. Era igual a cada uno de ustedes. Lo único que nos diferenciaba de su esencia humana era su amor por Dios, su amor por sí mismo y su amor por la humanidad.

Él construyó una visión del mundo basado en el amor y su mensaje ha permanecido constante a lo largo de los siglos. Las pocas palabras que pronunció hoy retumban en los corazones de una tercera parte de la humanidad. Son tantos los que saben de Él y a la vez somos tantos aquellos que hemos ignorado el centro de su forma de pensar y sentir.

El maestro del amor no solo buscaba que lográramos interiorizar el concepto del amor personal, sino que deseaba que abriéramos nuestra mente y que nos diéramos cuenta que Dios estaba en cada ser humano y que por consiguiente el primer mandamiento de todos paso a ser el único. Amar a Dios por sobre todas las cosas a la vez significaba amar a tu prójimo por encima de todas las cosas.

Él nos recordó el gran valor que tienen cada una de las personas que nos rodean, familiares, amigos, compañeros de trabajo y todo aquel compañero ocasional en el viaje de la vida.

Y es que no se puede amar a Dios si odias a otro ser humano; no puedes llegar a la conclusión de que te amas a ti mismo si no te abstraes del mundo social y dices que también amas a Dios.

Cada acto que busca tu bienestar es el susurro del Padre que vive en ti y que se alegra por la elección que has tomado. Tu bienestar basado en la ausencia de egoísmo es en si la buena nueva que espera el mundo recibir. Tu alegría es la alegría de aquellos que te rodean. En realidad, todos somos uno y lo que a uno le afecta les afecta a todos.

Él amó a plenitud a toda la humanidad y se inmoló por nuestro bienestar. Él no murió en la cruz, renació en nuestros corazones. Hoy es un día especial para sentir su latido junto al nuestro y para volver a nacer y para enamorarnos de la vida.

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