LA FUENTE DE LA VERDADERA ALEGRÍA
Por: Javier Del Río Alba Arzobispo de Arequipa

El evangelio de este domingo (Lc 10,1-12.17-20) nos relata la ocasión en que Jesús envió a 72 de sus discípulos, de dos en dos, a ir por delante a los pueblos por los que tenía previsto pasar Él. Los envió con una misión específica: anunciar que el Reino de Dios ha llegado a este mundo. Y, como signo que ayudase a los oyentes a acoger ese anuncio, les dio poder para curar enfermos. Algo similar había hecho Jesús con los 12 apóstoles, que después serían los primeros sacerdotes de la Iglesia, un tiempo antes (Lc 9,1-6). Ahora lo hace con estos 72 discípulos, que nos hacen presente a los que hoy llamamos fieles cristianos laicos. Queda claro, así, que la misión es tarea de todos los miembros de la Iglesia y no sólo de los sucesores de los apóstoles (obispos y sacerdotes). Todos los bautizados estamos llamados a participar en la misión que Cristo ha confiado a su Iglesia: anunciar a todas las gentes que el Reino de los Cielos ha entrado en este mundo en la persona de Jesucristo, está presente en medio de nosotros y Dios nos invita a entrar en él.

Volviendo al evangelio de este domingo, san Lucas nos relata también que los 72 discípulos regresaron de la misión llenos de alegría, porque no sólo habían curado enfermos sino hasta sometido demonios, algo que hasta entonces sólo habían visto hacer a Jesús. Habían experimentado, entonces, que en cierto modo Jesús había estado con ellos y obrado a través de ellos en la misión. ¡Gran poder les había dado! A lo que Jesús les respondió: «les he dado poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada les hará daño alguno. Sin embargo, no estén alegres porque se les someten los espíritus; estenlo, más bien, porque sus nombres están inscritos en el cielo» (Lc 10,19-20). De esta manera, Jesús les revela a esos 72 discípulos, y a través de ellos a los cristianos de todos los tiempos, la causa de la verdadera alegría, aquella que no desaparece ni siquiera con las adversidades o sufrimientos por los que irremediablemente debemos pasar más de una vez todos los que habitamos este mundo.

La verdadera alegría, que caracteriza a los cristianos, no proviene de los bienes materiales, que no todos los tienen, tampoco del poder temporal, que por lo general lo detentan otros, ni del placer, que así como comienza acaba en un instante. La verdadera alegría a la que Dios nos llama a todos consiste en acoger a Jesús en nuestra vida y estar siempre unidos a Él. Así lo asegura el mismo Jesús: «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría llegue a plenitud» (Jn 15,11). La alegría del cristiano es la misma alegría de Dios, que es imperecedera. Y como dijo hace un tiempo el Papa Francisco: «esta cercanía de Dios que es Jesús, es la fuente de nuestra alegría: somos amados y nunca somos dejados solos» (Homilía, 3.VII.2022). De ahí se entiende la importancia de la misión de la Iglesia: al anunciar la presencia del Reino de los Cielos en este mundo y animar a todos a acoger a Jesús en sus vidas, la Iglesia da a todos la posibilidad de vivir en esa alegría, que no sólo no conoce ocaso, sino que aumenta con el transcurso del tiempo hasta llegar a su plenitud eterna cuando nos toque partir de este mundo y vivir para siempre en el cielo.

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