Para el Plan Lector un cuento de Polar

Por Staycy Puma Marín

“El rapto de Miz-Miz”, cuento de Juan Manuel Polar escrito a finales del siglo XIX, bajo la forma de una fábula despliega una riqueza simbólica y una estructura narrativa que no solo lo vuelven ameno, sino que abren múltiples sentidos cuando se lo examina con atención.

Como otros escritores —Kipling, Orwell o Monterroso— al recurrir a la fábula para indagar en las pasiones humanas, Polar elige un lenguaje en apariencia inofensivo para proponer un universo en el cual el deseo, la ansiedad, el conflicto entre instinto y orden social, y la tensión entre lo doméstico y lo salvaje, se dramatizan de manera sutil y precisa.

La historia empieza en una granja arequipeña, espacio cerrado y jerárquico que encierra a Miz-Miz, la “princesita de piel de raso y ojos hermosamente azules”, una gata blanca, pulcra y aristocrática, que encarna desde el inicio una figura de lo sublime enclaustrado. La caracterización no escatima detalles que revelan tanto su procedencia noble como su alienación: “Viéndola tan rubia, tan espiritual y tan pulcra, cualquiera creería que es una Miss de las más aristocráticas”.

La ambientación, construida con precisión y tono paródico, no se limita a ofrecer un telón de fondo; actúa como un espejo de la subjetividad de la protagonista. Cada vez que Miz-Miz se posa en la ventana a mirar el mundo exterior: “entornando los ojos entre aburrida y melancólica” se despliega una estrategia simbólica: la repetición de sus gestos, su indiferencia hacia las caricias, su indolencia frente a lo cotidiano, que configuran a un personaje atrapado en la comodidad, pero también en el tedio. El ambiente cerrado de la granja representa un universo regido por reglas invisibles, donde el instinto ha sido sustituido por la etiqueta y la espera pasiva. Es esa misma quietud lo que permite que la aparición de Zapirón, el gato montés, adquiera el carácter de irrupción simbólica.

A diferencia del espacio “solariego” de Miz-Miz, el territorio del Montés es el bosque, lugar de lo salvaje, lo misterioso, lo impulsivo. Zapirón aparece como una figura dual: por un lado, el caballero feudal, galante y valeroso; por otro, una fuerza instintiva que no se deja domesticar. Polar lo describe con elementos épicos “centelleantes ojos, recio el bigote y gallarda la apostura”, pero esa épica está pasada por el filtro del humor.

El cuento parece jugar con la forma del romance medieval solo para desmontarlo. En su primera aparición nocturna, los mozos de la granja ven “brillar en los cercados matorrales dos ojos que parecían ascuas encendidas”; el lenguaje se llena de sugestión y suspenso. Los perros lanzan voces de alarma, y Miz-Miz asoma “entre curiosa y sobresaltada”, lo que introduce el tono de ambigüedad: la aparición de Zapirón provoca miedo, pero también fascinación. Esa mezcla es clave para entender el proceso que el relato instala: no se trata de una historia de amor convencional, sino de una narración que moviliza el deseo reprimido, el anhelo de experiencia, la necesidad de que algo (o alguien) rompa el cerco de la rutina.

Miz-Miz, hasta ese momento indiferente, empieza a sufrir trastornos físicos y emocionales: “se espeluznaba toda ella, enarcaba el lomo, saltaba sin motivo… lanzaba prolongados maullidos… se quedaba largos ratos con los ojos entornados, en actitud meditabunda, como persona preocupada y congojosa”. El narrador, en tono de parodia moderna, sugiere que cualquier observador contemporáneo habría identificado allí “el proceso psicológico o fisiológico… de una pasión amorosa”. La sátira es evidente, pero no anula la profundidad del análisis: el cuento enseña cómo incluso en un relato aparentemente banal se puede dramatizar una experiencia interna compleja.

Polar no describe simplemente a una gata enamorada, sino que construye el retrato de una conciencia que empieza a abrirse a lo desconocido, a la contradicción. Miz-Miz no es víctima, ni heroína romántica: es una criatura confundida, entre el miedo y la excitación, entre el deseo de que algo suceda y la ansiedad que ese cambio inevitable trae consigo.

Cuando finalmente se produce el rapto, el tono cambia de lo cómico a lo casi mítico. “Como fantástico Plutón que arrebatara a la desmayada Proserpina”, dice el narrador, en un símil que recuerda a los mitos clásicos de la captura amorosa. Pero aquí no hay héroes trágicos ni doncellas indefensas: Zapirón huye como un ladrón perseguido, Miz-Miz lanza gritos de socorro, y los mastines —“divididos con movimiento envolvente”— organizan una estrategia de defensa que termina en una batalla encarnizada.

El uso del tiempo narrativo en esta sección es vertiginoso: todo ocurre en una noche, pero el ritmo se acelera de forma cinematográfica. La tensión se acumula: la persecución, la pelea, el desmayo de Miz-Miz, la fuga de Zapirón. La forma del tiempo aquí no solo sostiene la acción, sino que la intensifica emocionalmente. Lo que había empezado como una serie de visitas nocturnas se transforma en una crisis que involucra a toda la comunidad de la granja.

El regreso de Miz-Miz al día siguiente, “desmelenada, huyendo como persona que huye de pavoroso espectro”, marca un cambio de tono. El espacio de la granja ya no es igual: está cargado de rumores, versiones, cuentos y versiones de los hechos. La escena en la que todos los animales (gallinas, conejos, cabras, mastines) discuten lo sucedido asemeja una alegoría social. La comunidad reacciona frente a la transgresión como cualquier sociedad frente a la amenaza del desorden: con miedo, moralismo y vigilancia. Pero lo interesante es que Miz-Miz no se defiende ni tampoco explica nada. Su silencio es una forma de afirmar la complejidad de lo vivido. El narrador dice que “se mostraba ella toda cohibida y espeluznada, como ocurre siempre a las jóvenes en casos semejantes”, frase que reproduce con ironía la retórica del honor tradicional, pero que también deja entrever una verdad emocional: algo se ha roto y, al mismo tiempo, algo se ha revelado.

En ese punto aparece lo que podríamos llamar el “tercer sentido” del cuento, aquello que no se dice directamente pero que queda como sombra sobre el relato. Miz-Miz siente “cierto júbilo” además del temor, y aunque no logra explicarse esta “curiosa contradicción”, el lector comprende que se trata del efecto de una experiencia liminar: la del contacto con lo desconocido, con lo pulsional, con lo otro. Polar sugiere sin afirmarlo, que el deseo tiene esa estructura paradójica: produce placer y pavor al mismo tiempo, rompe el orden pero también lo enriquece. Miz-Miz no vuelve igual. Su silencio, su rubor, su apetito reducido, indican que algo se ha transformado en su subjetividad. No estamos ante una lección moral, sino ante la representación de un conflicto que, por ser afectivo, no puede resolverse con claridad.

 “El rapto de Miz-Miz” puede leerse, entonces, como una pieza alegórica disfrazada de cuento humorístico. Su valor no radica solo en su ingenio estilístico o en su despliegue de referencias paródicas, sino en la manera en que pone en escena una tensión que sigue siendo actual: la entre la comodidad y el deseo, entre la norma y la excepción, entre lo que se espera de uno y lo que uno no puede evitar sentir. Polar, con una prosa que oscila entre la solemnidad burlona y la sensibilidad soterrada, ha escrito un cuento que, sin parecerlo, dice mucho sobre el amor, la libertad y el desconcierto de quienes se atreven a salir (aunque sea por un momento) del mundo en que se sienten seguros.

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