Su mensaje se basó en el amor y no en la justicia

Por: Dr. Juan Manuel Zevallos

“Más él le dijo: Hombre ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?” (Lucas 12, 14)

El maestro del amor y del entendimiento vive en nuestro interior, sus palabras son la demostración del latido cardiaco y su nobleza es la ternura con la cual abrigamos y ayudamos al necesitado.

Él vivió rodeado de violencia en las calles y se alimentó de amor en la mesa familiar. El pueblo que le abrigó buscaba revancha y el predicó un mensaje de comprensión aun ante el más terrible adversario. Su vida estuvo marcada por la profecía de su muerte y Él se dedicó a cultivar el más hermoso jardín de flores de paz y tranquilidad en su mente.

Cuando recorría el desierto que unía pueblo con pueblo no veía las ausencias que contemplaban los peregrinos, más si veía la bendición del paisaje que invitaba a la oración.

Para Él, la vida fue siempre una obra de arte en donde cada uno de nosotros es el artista y constructor de una maravilla.

Su discurso era claro y afectuoso, sus frases derribaban muros mentales de encierro y sus pensamientos proyectados en historias de aprendizaje nutrían la mente de todos aquellos sedientos de amor, esperanza y compasión.

Sus palabras eternizadas por sus biógrafos en los cuatro evangelios, nos llevan a buscar en su vida y en su pasión a aquel maestro que nos enseñó que el milagro del amor es el más grande de todos, a la vez que nos lleva a pensar en lo grande que somos y todo aquello nimio que hacemos a diario.

En verdad, su mensaje se basó en el magisterio de la entrega y en asumir de modo constructivo cada episodio de su vida. Cada momento de su vida fue valorado como un momento único e irrepetible y cada emoción asociada a dicho evento para Él era un regalo que no podía ser manchado ni olvidado.

Jesús de Nazaret nos enseñó a tener la mente limpia y a vivir a plenitud cada momento. Su actuar diario se veía reflejo en las muestras de agradecimiento a los dones cobijados en su interior y hacia las muestras de solidaridad de sus vecinos.

El maestro del amor llevó su mensaje al lugar más importante del desarrollo humano, la mente y el corazón emocional de sus seguidores. Mediante un lenguaje diáfano y contagiante de esperanza nutrió sus pensamientos de fe y de amor por la vida. Es difícil volver los ojos a la historia y no hallar su nombre como base de la entrega por el prójimo.

Cada uno de sus actos nos invita a reflexionar sobre las decisiones que llevamos a cabo hoy en día. Sin decirlo directamente su mensaje se proyecta a nuestro proceso mental y nos obliga a responder las siguientes preguntas:

¿Estás actuando de forma noble con todos aquellos que nos rodean?

¿Contemplamos a cabalidad las fortalezas y las capacidades de nuestros vecinos y obviamos por amor sus defectos e imperfecciones?

¿Honramos nuestro amor por Dios deseándonos a diario lo mejor en base a nuestros pensamientos, emociones y acciones?

¿Valoramos a plenitud su mensaje de amor en base a la búsqueda del autoconocimiento y de la realización diaria?

En verdad, el maestro que cultivó el amor en cada acto de su vida, nos invita a diario a hacer un examen de conciencia y a valorar de modo constructivo cada uno de los actos que llevamos a cabo. Él, en su infinita misericordia, nos invita a reflexionar sobre lo bueno o lo malo que puede ser aquello que proyectamos hacer. Cristo nos invita a meditar en base a una única pregunta que puede cambiar nuestra vida ¿por qué haces esto?

Su magisterio de vida nos lleva a volver la vista a la actitud consciente, a la reflexión y al análisis profundo de cada uno de aquellos postulados de vida que nos ofreció como alimento de vida en el sermón de la montaña.

Cristo en persona y con el corazón en la mano nos invita a vivir una vida libre de ataduras, en libertad de pensar y de obrar en base al bienestar personal y social.

Él a diario te pregunta ¿por qué sufres?, ¿por qué te afliges?, ¿por qué anhelas ser algo que no está en tu esencia?

Vivimos una existencia de confusión y de tormento. Abdicamos de los bienes espirituales y ansiamos los terrestres. Requerimos momentos de paz y tranquilidad mientras vamos sembrando en la mente trincheras de orgullo, vanidad y egoísmo. Pedimos salud y a la vez nos sentamos a la mesa familiar degustando alimentos poco nutritivos y hasta nocivos para nuestro ser. Pedimos paz y actuamos en base a la violencia. Suplicamos compasión mientras vamos pisoteando la reputación y la dignidad de aquellos que nos rodean.

En verdad, sin conciencia plena de nuestros actos, desarrollamos conductas ambivalentes y destructivas. Hablamos del amor y nos alimentamos y contaminamos el mundo con indiferencia, miedo y odio.

Hemos perdido sin darnos cuenta el sentido de la honestidad para con nosotros. Hemos llenado sin misericordia alguna nuestra mente con basura emocional basada en opresión, enjuiciamiento social y discriminación.

Sufrimos en verdad porque hacemos todo lo posible por sufrir y no porque el mundo sea un nuevo calvario. Dejamos de aprovechar las oportunidades que nos da la vida basados en la intriga, la conducta superflua, la ingratitud o el simple desapego por lo bueno para nuestra vida.

De pronto vivimos angustiados por nuestra propia mano. Vivimos desangrándonos emocionalmente por nuestra actitud déspota y tirana de someternos a una conducta basada en pensamientos infiltrados que nos dicen “si tienes aquello serás feliz”.

En verdad no necesitamos ningún bien material para poder desarrollar sentimiento alguno de gratitud a nuestro ser. Con ser dueños de nuestra humanidad, de nuestros pensamientos y emociones seríamos felices, pero ese es el camino menos elegido por la sociedad actual.

Sufrimos y clamamos ayuda y nos brindan auxilio y maldecimos a aquel que nos ayuda. ¿Puede decirse que en verdad somos seres conscientes o lo más probable es que un día nuestra inconsciencia nos destierre a la incomunicación verbal y al ostracismo social?

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