Palabras con doble rostro, como nosotros

REFLEXIONES

Ricardo Montero

Los comentaristas deportivos suelen crear metáforas para transmitir con emoción lo que ven en la cancha. Un antiguo narrador exclamaba: “La dejó en el rincón de las ánimas” cada vez que se marcaba un gol, sugiriendo que en el interior del arco muere la esperanza del arquero. Un periodista contemporáneo describe a las marcas personales como “las parejas se van formando, y no para bailar”.

Sin embargo, a este ingenio le añaden expresiones que no siempre emplean con certeza. Es el caso de la palabra prolijo, muy repetida por periodistas de cadenas internacionales deportivas. Así, dicen que un mediocampista es “prolijo con la pelota” para destacar su esmero y precisión en los pases. No obstante, esta palabra también puede significar lo opuesto, tomando un sentido negativo si se dice: “El jugador fue muy prolijo”, es decir, lento, extenso e incluso impertinente.

Este doble valor de las palabras es un fenómeno fascinante del idioma llamado enantiosemia, que se produce cuando una palabra puede significar lo contrario de sí misma, como sucede, por ejemplo, con alquilar, que puede ser dar en arriendo un bien o tomarlo en arriendo, o aprehender, que puede ser comprender con la mente o detener a alguien.

El uso del idioma depende del contexto. Lo que para un oyente representa una virtud, para otro puede ser un defecto. A primera vista, esto parece una contradicción, pero estas ambigüedades revelan la flexibilidad del español.

En el ámbito político, esta flexibilidad del lenguaje se intensifica durante las campañas electorales. Los políticos, como los comentaristas deportivos, utilizan un léxico cargado de metáforas que a menudo ofrecen múltiples interpretaciones. Frases como “trabajar por el pueblo” pueden resultar inspiradoras, pero también pueden ser recibidas con escepticismo, dependiendo del contexto y las experiencias de la gente.

La retórica política, en ocasiones, se carga de eufemismos y metáforas grandilocuentes que buscan seducir y convencer, pero que pueden terminar siendo percibidas como vacías o engañosas. Por ejemplo, la palabra “cambio”, que puede evocar esperanza, también puede suscitar dudas sobre su autenticidad y efectividad. 

Esta ambigüedad en el discurso político refleja nuestra naturaleza humana: somos capaces de presentar promesas que suenan demasiado buenas para ser ciertas, envueltas en una aparente claridad y acción, al igual que un narrador deportivo que al tratar de establecer una conexión emocional con el público proclama con entusiasmo: “¡Todo puede pasar! El milagro está a la vista porque esto aún no ha terminado.” 

Estas rarezas nos recuerdan que las palabras son un espejo de nuestras contradicciones: exigimos disciplina, pero toleramos la improvisación; valoramos la prolijidad, pero nos fastidia la minuciosidad; reclamamos honradez, pero somos capaces de dar una coima. Es claro que el idioma, como el fútbol y la vida, tiene jugadas que no se ajustan a los manuales.

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