Nuestra guerra
Por: Rubén Quiroz Ávila – Presidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, profesor universitario
Hace años libramos nuestra guerra. Aquella que ha instituido la vida peruana como un permanente acto de supervivencia. Como si los peruanos estuviéramos condenados a medrar y aceptar, con lúgubre resignación, una suerte errática y sin esperanzas. Esa forma inicua de entender que el racismo, la corrupción y la violencia son naturales y que no hay nada qué hacer frente a ello. Cuando se convierten esas taras en formas de vida estamos ante una catástrofe colectiva. Esa situación bélica interna, calamitosa y diaria sucede cuando existen individuos que justifican la inequidad social, que expanden su racismo en todas las dimensiones sociales, que ejercen, astutos o explícitos actos de intimidación, que atentan contra el ecosistema con una frialdad vergonzosa.
Al parecer no fue suficiente las décadas de violencia política, nuestro dolor colectivo e incesante para hacernos comprender que estamos muy cerca de agotar todas nuestras posibilidades de construir una sociedad mínimamente viable. Y las batallas, crudas, porfiadas, prolongadas, están en todos los espacios. Algunos por el poder político, insaciables, como si el país fuera un botín. Otras cuando unos inescrupulosos aprovechan los vacíos legales para no pagar impuestos o usan tácticas de desgaste para impedir que se les cobre lo que corresponde. También cuando se permite, con cinismo cómplice, que grandes sectores sociales no tengan acceso a agua potable, a energía asequible, a alimentos nutritivos, a un sistema digno de salud y educación. En el caos, el desorden, siempre florece el mal.
Es más peligroso, casi un triunfo final, cuando ya es difícil distinguir quiénes son los buenos y quiénes no lo son. La línea divisoria del bien y el mal se está borrando con impiedad y rendición, que puede hacer que el futuro del país implosione. Tenemos años en estos cruentos vaivenes que nos hemos acostumbrado erradamente a asumir que nuestra nación está sentenciada. Cual proceso kafkiano en el que los inculpados somos la mayoría de los peruanos. Entonces, vapuleados y culpables, asumimos que las cosas son así y, doblegados, aceptarlo.
Por supuesto, podemos anhelar un escenario menos despiadado. Incluso, con un optimismo al borde de la candidez, soñemos con un país igualitario, sin racismo, equitativo, justo, con oportunidad para todos, sin discriminación de ningún tipo, es decir, un lugar para vivir sin miedo, sin la escalofriante angustia de no saber qué nos depara el día siguiente. Un país que no sea una ficción, que, a pesar de lo sombrío, tenga un ápice de ser una posibilidad real y no solo una larga promesa. Las promesas ya han sido suficientes.
Nuestros miles de años de historia, los diversos pueblos que somos, las múltiples y maravillosas lenguas que hablamos, nuestra inmensa capacidad de resiliencia, nos brinda una tenue probabilidad, pero también sabemos que puede no ser suficiente.